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Columna
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Catástrofes no tan naturales

Es preciso hallar acomodo en la agenda política a realidades y conceptos vinculados al cambio climático para reforzar la lucha contra el deterioro del planeta

María Antonia Sánchez-Vallejo
Miembros de la caravana de migrantes centroamericanos en la ciudad de Tijuana en el estado de Baja California (México).
Miembros de la caravana de migrantes centroamericanos en la ciudad de Tijuana en el estado de Baja California (México). Joebeth Terriquez (EFE)

Mientras la alarma por el cambio climático se dispara en el sur de Europa, en la otra ribera de ese mar interior que es el Mediterráneo empiezan a poner nombre a los refugiados ambientales. Una publicación de Instagram mostraba recientemente el contraste de El Max, una barriada de pescadores de Alejandría, antes y después de que la subida del nivel del mar —uno de los efectos del calentamiento global— forzara la huida de sus habitantes: el anverso de ropa tendida y caiques faenando, frente a casas abandonadas como jaulas vacías sobre un canal que antes procuraba sustento y hoy anega toda esperanza de vida. Son los primeros refugiados climáticos documentados en Egipto, pero no los primeros del mundo, así que su triste sino bien vale para personalizar un drama global que va en aumento: 25 millones al año, uno por segundo; hasta mil millones en 2050 en el peor escenario.

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Alrededor de un millón de centroamericanos se desplaza cada año por modificaciones de su hábitat debidas a fenómenos naturales (por no hablar del impacto de las catástrofes mal llamadas así, cada vez más mortíferas); entre ellos, tal vez, muchos integrantes de la caravana de desheredados que desde hace semanas atraviesa la región hacia EE UU. El tráfago desde el África subsahariana a Europa no conoce tregua también por culpa de una mala cosecha o un pozo seco, igual que el éxodo del campo a las ciudades en China, donde cada cierto tiempo tifones o corrimientos de tierra debidos a lluvias anormalmente intensas arramblan poblaciones enteras. Ninguna de estas situaciones es fruto del azar, sino consecuencia palmaria del cambio climático, esa amenaza cierta de colapso planetario si no se frena la emisión de CO².

El concepto “refugiado climático” está calando en la agenda política mundial aunque la convención de Ginebra no reconozca aún a sus protagonistas como tales, pero queda mucho por hacer para homologar en la opinión pública conceptos subsidiarios como seguridad y soberanía alimentarias, amenazadas por el aumento de la temperatura global; la relación entre cambio climático y derechos humanos, apenas esbozada; la medicina ambiental, una disciplina transversal reconocida por el Consejo de Europa en 2009, o, en fin, la salud planetaria, un novedoso abordaje integral de las enfermedades que nos causa el maltrato del hábitat.

A la aspereza con que algunos critican el cierre al tráfico del centro de Madrid, por poner un solo ejemplo de los intentos de mitigar el deterioro ambiental, podría responderse con el título del célebre cuadro denuncia de Sorolla: ¡Aún dicen que el pescado es caro! Tan caro como el precio que han debido pagar los pescadores de El Max, desterrados para siempre de su hogar por ese mal absoluto que es el cambio climático. 

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