La persona como biomasa
Guárdate de la fiebre de la biomasa, porque la biomasa eres tú
El tráfico no es exactamente un caos, puesto que obedece a ciertas pautas predecibles. Por ejemplo, la circulación de una ciudad siempre se complica cuando llueve a principio de mes, es decir, cuando caen dos gotas y por tanto la gente saca el coche en vez del paraguas, combinado con que acaba de cobrar y se puede dejar una pasta en gasolina. En la ciudad donde vivo, un clásico de ayer y hoy es el taponazo que forman los que vienen de Móstoles (oeste) y los de Parla (sur), las dos direcciones ortogonales del gran atolladero madrileño. Los de Móstoles echan la culpa a los de Parla y viceversa. Y los dos tienen razón. Si pones el zoom y te centras en el centro puntual del embotellamiento (el túnel bajo la plaza de España, por poner un ejemplo tonto), ves gente del sur que se queda atascada en mitad del cruce bloqueando el paso a los del oeste, y medio minuto después los del oeste hacen lo propio. Comportamientos individuales, grandes atascos.
Cualquier lector que ande por Madrid en navidades se dará un rulo por la calle Preciados y dirá para sí: “¡Qué cantidad de gente, por el amor de Dios, aquí no hay quien ande!”, y no reparará en que la causa de ese estancamiento de carne humana es él mismo, él y todos los demás que, como él, han decidido pasear por la calle más pisoteada del mundo libre, si es que ese es el mundo en que vivimos, y precisamente a esa hora. Siempre ha habido fumadores antitabaco —tipos que quisieran ser el único fumador del mundo—, y siempre habrá gregarios alérgicos a la biomasa humana. Son las contradicciones de una especie interesante.
La próxima vez que veas a un pasajero quejarse de que el tren siempre llega con retraso, respóndele que la culpa es suya. Lo más probable es que tengas razón. Según una investigación de Plamen Angelov, de la Universidad de Lancaster, Reino Unido, buena parte de los retrasos que sufren los trenes británicos no se deben a la ineptitud de los operarios, sino a la de los usuarios. Los expertos llaman a eso “la interfaz andén/tren”, pero se trata de tu cuerpo saleroso interponiéndose entre las oleadas humanas que pretenden atravesarlo, sin éxito. Llega el tren, los pasajeros de la estación se apelotonan en las puertas, impiden así salir a los que van dentro del convoy y provocan el mismísimo retraso del que se quejarán luego. Va a salir el tren, corren los que bajan por las escaleras de la estación como si los persiguiera el yeti, los colegas que ya habían entrado al tren sujetan las puertas, el tren no puede salir y todos se retrasan. Los números de Angelov muestran que estos comportamientos son responsables de la mitad del retraso en los trenes británicos, lo que no es poco decir.
Miradas desde un piso alto, las multitudes que cruzan por un semáforo se convierten en un modelo matemático, en una geometría del movimiento colectivo. Mientras está rojo para los peatones, los individuos se van acumulando a un lado y otro del asfalto para esperar su turno y entonces, en algún momento preciso, pierden su individualidad y empiezan a comportarse como una manada, un rebaño, una biomasa. A partir de ese momento, los humanos nos hacemos predecibles, al igual que un electrón solo tiene una masa concreta cuando está acompañado de muchos otros, porque la masa del electrón —la cúspide del reduccionismo científico— solo tiene sentido como fenómeno colectivo.
Guárdate de la fiebre de la biomasa, porque la biomasa eres tú.
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