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Columna
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Osama en la recámara

La capitulación con los radicales coloca al primer ministro de Pakistán, Imran Khan, contra las cuerdas

Eva Borreguero
Protesta de los islamistas radicales contra la puesta en libertad de Asia Bibi, en Lahora, Pakistán, el pasado 8 de noviembre.
Protesta de los islamistas radicales contra la puesta en libertad de Asia Bibi, en Lahora, Pakistán, el pasado 8 de noviembre.RAHAT DAR (EFE)

Un día de verano, hace 11 años, Asia Bibi, madre de cinco hijos, se encontraba recolectando frutas en un campo de Pakistán cuando sorbió agua de un cuenco antes de pasárselo a sus compañeras de trabajo. Estas la amonestaron señalándole que no estaba permitido a un cristiano impuro beber agua de la misma fuente que un musulmán y le exigieron convirtiese al islam, a lo que ella se negó. Días después, sus compañeras acudieron al clérigo local y la demandaron por insultar a Mahoma. Posteriormente, fue condenada a la pena de muerte por blasfemia. Desde entonces, ha estado esperando en el corredor de la muerte.

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Recientemente, en una decisión valiente y celebrada, el Tribunal Supremo de Pakistán absolvió a Asia Bibi. Tras anunciar el fallo, los seguidores del partido islamista radical Tehreek-e-Labbaik (TLP) tomaron las calles, paralizaron el país durante tres días y llamaron a la población a matar a los jueces responsables. Al final, el primer ministro, Imran Khan, negoció su retirada a cambio de permitir revisar el veredicto y retener a Asia en el país.

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Esta capitulación con los radicales coloca a Imran Khan contra las cuerdas, dividido como se encuentra entre su deseo de actualizar el islam en Pakistán y su compromiso personal con las posiciones más intransigentes: él mismo salió no hace mucho en defensa de la ley contra la blasfemia.

El TLP representa la cultura de los mulás, título que en Pakistán denota a los clérigos radicales, unos individuos hoscos, versados en la memorización de los textos sagrados islámicos, pero por lo demás iletrados y misóginos, y que tan verazmente ilustra la película Osama, del director afgano Siddiq Barmak, que cuenta cómo impusieron en la sociedad afgana un régimen de vida atávico, cruel y medieval. Los mulás proliferaron junto con las escuelas coránicas en el contexto de la guerra afgana para formar combatientes, los talibanes o “estudiantes”, en la ideología yihadista.

Una vez finalizada la contienda, la red de escuelas se extendió por Pakistán suplantando al Estado en materia de educación escolar. A partir de entonces, como apunta Husain Haqqani (Pakistan, Between Mosque and Military), esta red se vio reforzada por la alianza que forjó un sector del ejército paquistaní vinculado a las agencias de inteligencia, el llamado Estado profundo, con este colectivo al que preserva en la recámara, activándolo motu proprio para mantener el control del país.

Cada año miles de jóvenes salen de estas escuelas con una formación que, en el mejor de los casos, les permite convertirse a su vez en profesores coránicos o mulás, con lo que su número aumenta progresivamente, y con ellos la inestabilidad. Imran Khan aspira llevar a cabo un proyecto controvertido, recrear el estado de justicia social que existió en la Medina del Profeta, y modernizar el país, una cuadratura del círculo si lo quiere lograr preservando los derechos de las minorías y cediendo al chantaje de los mulás.

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Sobre la firma

Eva Borreguero
Es profesora de Ciencia Política en la UCM, especializada en Asia Meridional. Ha sido Fulbright Scholar en la Universidad de Georgetown y Directora de Programas Educativos en Casa Asia (2007-2011). Autora de 'Hindú. Nacionalismo religioso y política en la India contemporánea'. Colabora y escribe artículos de opinión en EL PAÍS.

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