Regímenes de libertades
No se puede cambiar de sistema por electoralismo ni climas de opinión
La princesa Leonor ha participado por primera vez en un acto público como heredera en la Jefatura del Estado. Lo ha hecho leyendo el artículo de la Constitución en el que se establece la monarquía parlamentaria como forma de Gobierno en España. La elección de la ocasión por parte de la Casa Real subraya la subordinación de la Corona a la voluntad popular expresada en el referéndum por el que, en 1978, los ciudadanos ratificaron mayoritariamente el texto elaborado por una comisión de partidos con representación parlamentaria, y aprobado por una Asamblea Constituyente elegida dos años antes.
El ingreso en la vida pública de la heredera de Felipe VI se produce en un momento en el que la Monarquía está siendo objeto de fuertes críticas desde diversos ámbitos políticos, la mayor parte de las veces con el trasfondo de reprobaciones que ponen en cuestión la unidad territorial o la organización institucional del Estado que la Corona representa en la Constitución. Esas opiniones son legítimas, no solo porque así lo reconoce la naturaleza democrática del régimen político español sino también porque el comportamiento de algunos miembros de la familia real, en algunas ocasiones, comenzando por el anterior Monarca, no han estado a la altura de sus responsabilidades ni de la confianza que los ciudadanos depositaron en la institución. También son legítimos, y por idénticas razones, los programas políticos que proponen sustituir por una república la actual monarquía parlamentaria.
Pero la legitimidad de estas críticas y de estos programas no significa que los argumentos que invocan deban prevalecer sobre los de quienes defienden que el único compromiso al que la condición de ciudadanos impide renunciar es con las libertades democráticas, no con una concreta forma de Gobierno. Y ninguna acción de los titulares de la Monarquía establecida en 1978 ha producido hasta ahora una merma de las libertades reconocidas por la Constitución, ni ha supuesto un obstáculo para su ejercicio. A este respecto, cabe señalar, además, que tan democrática es una monarquía como una república, siempre a condición de que garanticen las libertades.
Ninguna forma de Gobierno es para siempre, porque ninguna institución humana puede serlo. Pero el abandono de una forma para adoptar otra debe hacerse por las buenas razones, no dejándose arrastrar ni por electoralismo ni por salir al encuentro de climas de opinión creados interesadamente. Los escándalos de corrupción que han sacudido al entorno familiar del jefe del Estado durante los últimos años no son un motivo para cambiar de forma de gobierno sino para que actúen los tribunales, y los tribunales han actuado, demostrando que nadie está por encima de la ley. De igual manera, no solo las críticas sino también algunos de los elogios a Felipe VI por su actuación en crisis institucionales recientes, como la de Cataluña, parecen olvidar que, en el sistema político español, el Gobierno es el único responsable de las palabras y los actos del jefe del Estado. El anterior Ejecutivo no solo se escondió detrás de la justicia para no hacer frente a responsabilidades que eran estrictamente suyas, arriesgando el prestigio de unos tribunales cuya intervención debe responder siempre a una última ratio, sino que también lo hizo detrás de la Corona. Al abstenerse de pronunciar un discurso que debería haber sido el suyo, colocó al Estado ante la tesitura de callar ante una secesión antidemocrática, o pronunciarse comprometiendo la figura de su máximo representante.
Como en ocasiones anteriores, también en esta el régimen constitucional de 1978, del que forma parte la Monarquía, demostró su utilidad y su fortaleza para seguir garantizando las libertades.
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