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Columna
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El indeseable contagio

Ningún candidato latinoamericano se atrevió a tanto en campaña, ni despreció tan impúdicamente los derechos humanos como Bolsonaro

Juan Jesús Aznárez
Un hombre consulta las portadas de la prensa brasileña tras la victoria de Bolsonaro.
Un hombre consulta las portadas de la prensa brasileña tras la victoria de Bolsonaro.EVARISTO SA (AFP)

La democracia representativa afronta en América Latina las rémoras del caudillaje histórico, y el surgimiento de un personalismo tóxico que este domingo ha triunfado desvirtuándola. Puede crear escuela en un subcontinente con democracias frágiles y cuadros clínicos similares al de Brasil. Los admiradores de Jair Bolsonaro en la región son multitud y habrán llegado a la conclusión de que el curso de involución impartido por el capitán retirado sirve para manipular desengaños y aversiones y ganar elecciones. No importa que los programas de ajustes prometidos malogren la convivencia de las libertades económicas y civiles.

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Ningún candidato latinoamericano se atrevió a tanto en campaña, ni despreció tan impúdicamente los derechos humanos como el presidente electo. Pero en las tierras de Getulio Vargas, Lázaro Cárdenas y Juan Domingo Perón todavía hay espacio para el retroceso del Estado de derecho y la perversión de valores.

Los atropellos constitucionales son aún factibles a tenor del menguante apego a la democracia en América Latina, percibida como ineficaz pese a sus logros desde el acuartelamiento de las bayonetas y la reinstauración del voto. En 1995, el 56% de sus habitantes menospreciaba la democracia y en 2017 lo hacía el 65%, según el último estudio de Latinobarómetro.

Sin abundar en el cuento de la lechera refrendado en las urnas, uno de los anzuelos de Bolsonaro prendería como la tea: armar a la ciudadanía. 42 de las 50 ciudades más violentas del mundo están en Latinoamérica, cuyo índice de homicidios se sitúa en 21,5 por cada 100.000 personas, contra siete en el resto del mundo.

Y como la delincuencia y la corrupción castigan transversalmente desde Río Grande a Tierra del Fuego, todo aspirante a cargo público que garantice su erradicación a balazos cosechará millones de sufragios. El remedio es de fácil comprensión: pistola al cinto y un soldado en cada esquina. Las políticas de prevención, los acuerdos contra la inseguridad y un crecimiento económico incluyente demandan un sentido de Estado que no existe. Subsidiariamente, Bolsonaro arrancará con medidas espectaculares contra el hampa, expidiendo licencias para matar que municionen políticamente a prosélitos locales y regionales. La influencia de Brasil es mucha. Al golpe castrense de 1964 contra el presidente João Goulart siguieron los cuartelazos chileno y uruguayo de 1973, y el alzamiento de las juntas militares argentinas, en 1976.

La irradiación antidemocrática cabalga también a lomos de la escudería evangélica, cuyos pastores contribuyeron a la eclosión ultra. Activistas hace decenios, organizaron protestas contra el movimiento LGTB en Colombia, Costa Rica, República Dominicana, Perú y México, y pueden ser franquicias de Bolsonaro, heraldos de la homofobia y el patriarcado. Desplazando al catolicismo, la afiliación a las iglesias pentecostales ronda el 40% sólo en Centroamérica. Son cortejadas de derecha e izquierda: desde Piñera a López Obrador, sin importar que sus mandamientos avasallen los derechos de las minorías. Todo inmoral, pero rentable.

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