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Defensora del Lector
Tribuna
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Cuatro años y veintitrés días

Los lectores no se imaginan lo difícil que es mantener el propio criterio ante la avalancha de quejas generadas, a veces, en las redes sociales

Memorial por Khashoggi ante el consulado saudí en Estambul.
Memorial por Khashoggi ante el consulado saudí en Estambul. AFP

El título de esta tribuna no hace referencia a una sentencia judicial, sino al tiempo que he pasado atendiendo sus quejas como defensora del lector.

He superado ligeramente el plazo máximo de cuatro años de permanencia en el cargo que fija el estatuto de esta figura que EL PAÍS inauguró en 1985. Doce años antes que el británico The Guardian, y 18 años antes que el influyente The New York Times, donde fue suprimida, para general consternación, el año pasado.

Ha llegado por lo tanto la hora de la despedida. Once compañeros me han precedido en esta tarea y algunos han dejado sus impresiones finales por escrito. No aspiro por eso a ser original si les confieso que una de las cosas más difíciles de sobrellevar es la soledad que caracteriza a este puesto. No es el ideal para hacer amigos en la Redacción, y puede una darse por satisfecha si al abandonarlo no ha perdido los que tenía antes de asumirlo.

Sospecho que la mayoría de mis antecesores habrán tenido que afrontar también las dudas que sobre la independencia del cargo plantean de vez en cuando lectores insatisfechos o simplemente curiosos. ¿No hay de verdad injerencias por parte de la Dirección? No las ha habido, al menos en mi caso. Lo que quizás no imaginan es lo difícil que resulta mantener el propio criterio frente a una avalancha de quejas generadas, a veces, en el torbellino de las redes sociales.

Los lectores no se imaginan lo difícil que es mantener el propio criterio ante la avalancha de quejas generadas, a veces, en las redes sociales

Aunque más de una vez he tenido la sensación de ocupar el puesto más incómodo del diario, he sido consciente también del privilegio que supone haber podido contribuir —y gracias, muchas veces, a las aportaciones de los propios lectores— a mejorarlo y a hacerlo más fiable porque, al fin y al cabo, la transparencia, y el reconocimiento de los propios errores, es el mejor medio de conseguirlo.

En todos estos años he tratado multitud de quejas, ateniéndome siempre a un criterio profesional (Libro de Estilo en la mano) y no personal aunque, inevitablemente, se hayan filtrado en mis juicios opiniones subjetivas. Soy consciente también de que habré cometido errores, y pido disculpas a quienes se hayan podido ver perjudicados por ellos.

Naturalmente, las circunstancias en que hemos ejercido esta tarea cada uno de los defensores que ha tenido EL PAÍS han sido muy diferentes.

Desde hace más de una década, la prensa atraviesa una grave crisis a la que ya me referí en el primer artículo de mi blog. En estos cuatro años la crisis no se ha superado, pero los grandes diarios internacionales están abriendo un camino por el que podrán transitar otros, para establecer un modelo de negocio en Internet que permita su supervivencia.

Sin embargo, puede que el futuro que nos espera sea mucho peor. En su exitoso libro Homo Deus. Breve historia del mañana, Youval Noah Harari fantasea con la posibilidad de que en un plazo no lejano la religión de los datos se imponga en el mundo, y acabe con la religión humanista que impera actualmente. En ese escenario, el Homo sapiens dejaría de importar, la democracia perdería su razón de ser y, con ella, hay que suponer, la prensa libre que ha sido una de sus señas de identidad.

Mientras ese futuro llega, si es que llega, en muchos rincones del planeta la democracia y la prensa libre son todavía una mera aspiración, y los periodistas son represaliados simplemente por empeñarse en hacer su trabajo. Según datos de la ONG Comité para la Protección de los Periodistas, recogidos en la web de la organización que agrupa a los defensores de las audiencias de prensa en todo el mundo (Organization of News Ombudsman), a finales de 2017 había 262 profesionales entre rejas por informar de hechos o situaciones que desagradan al poder político. La mayoría de ellos, y por este orden, en Turquía, China y Egipto.

Y pese al enorme escándalo mediático que ha provocado la muerte de Jamal Khashoggi en las dependencias del consulado saudí de Estambul, los asesinatos de periodistas no son tan excepcionales como cabría pensarse en algunos países de América Latina, o en Rusia. Incluso en la UE. En los dos últimos años, dos jóvenes reporteros han sido asesinados en Malta y en Eslovaquia por investigar casos de corrupción.

El cuarto poder, debilitado y todo, importa mucho, y es cortejado por otros, que aspiran a controlarlo. No es casual que precisamente las autoridades chinas lleven una década invirtiendo en los medios de comunicación de África —un continente en el que desembarcaron hace años con la máxima brutalidad capitalista—, en un intento de mejorar su imagen.

Todo ello prueba que el trabajo de los periodistas es todavía muy importante. Por eso es fundamental también que sea transparente y controlable en el buen sentido del término.

Puede que los buenos tiempos de la prensa no regresen nunca, pero en nuestra mano de periodistas está recuperar la credibilidad de este oficio, trabajando con rigor y objetividad, persiguiendo siempre la verdad.

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