Elogio de la mezcla
Frente a la América impoluta de Trump, el individuo que se abre a los demás
Es extraño que en esta sociedad en la que se impone una querencia tan exagerada por mirarse el ombligo sea tan fuerte, al mismo tiempo, la necesidad de echar anclas y pertenecer a un grupo. Somos narcisos, el mundo tiene que girar en torno a nuestro ego, y todo el rato hay que alimentarlo con cada minúscula hazaña, cada desplazamiento, cada gesto. Pero somos narcisos con vocación de rebaño. Y para eso son imprescindibles esas señas de identidad que me confirman que yo estoy de este lado frente a los otros. Y puedo cavar trincheras si fuera necesario, exigir fidelidades absolutas, colocar a cada uno en un sitio, que no se mueva nadie, todos ahí quietos en un orden inmaculado y pétreo.
Hace poco, Babelia publicó el texto que Philip Roth leyó en 1992 para agradecer el premio honorífico que la New Jersey Historical Society le concedió por Patrimonio, la novela en la que se ocupa de reconstruir la vida de su padre. La pieza forma parte de ¿Por qué escribo?, un volumen que reúne ensayos, entrevistas y discursos de ese caballero que murió hace apenas unos meses, en mayo, y que supo como ningún otro recoger en su obra las andanzas y contradicciones y dilemas morales de cuantos vivieron en Estados Unidos en el siglo XX. Su padre, Herman, fue uno de ellos. Vendió seguros en Newark, Nueva Jersey, desde los años treinta y estuvo tan implicado en su trabajo que llegó a conocer profundamente a sus clientes, “no solo barrio por barrio, ni siquiera edificio por edificio y casa por casa y piso por piso, sino puerta por puerta, vestíbulo por vestíbulo, escalera por escalera, cuarto de calderas por cuarto de calderas, cocina por cocina”. Así que Philip Roth escribe que es “por su implicación nada común en la respiración y la profundidad de la existencia cotidiana de las vidas aparentemente insignificantes de una ciudad dura”, por lo que quisiera aceptar ese premio en su nombre.
El padre de Roth no tuvo otra que salir de su mundo y mezclarse con los demás. Pertenecía a una familia judía que venía del este de Europa y que formó parte de la oleada de inmigrantes —un cuarto de millón— que llegó entre 1870 y 1910 a Newark, una ciudad industrial de unos 100.000 habitantes, y entre la que había también italianos, irlandeses, alemanes, eslavos o griegos. Estados Unidos no era el país cerrado y ensimismado en el que quiere convertirlo Trump, pero eso no quiere decir que las cosas fueran fáciles para los recién llegados. Como ocurre cuando dos mundos distintos se encuentran siempre hay un desgarro “entre las lealtades heredadas al nacer y los requisitos de una sociedad en radical transformación”, apunta Roth. Y habla de esa “energía que llamamos metabolismo”, y que se produjo cuando “los judíos descubrieron Estados Unidos y Estados Unidos descubrió a los judíos”.
Frente a la América impoluta que pretende Trump, la mezcla de gentes y tradiciones, y la afirmación del individuo que luego se vuelca en su comunidad, como el padre de Roth. Pero eso acaso exige dar un paso, que tan bien expresa el profesor Coleman Silk de otra de sus novelas, La mancha humana, también tocado por formar parte de una minoría. “No puedes permitir que los grandes te impongan su intolerancia, del mismo modo que no puedes permitir que los pequeños se conviertan en un nosotros y te impongan su ética. No aceptaría la tiranía del nosotros, la cháchara del nosotros y todo lo que el nosotros quiere volcarte encima”. Romper amarras, abrirse al mundo.
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