Piedras
La nacionalidad no quita el hambre, pero la entretiene


Las secciones de maternidad de nuestros hospitales están llenas de bebés que aún no saben que son españoles como los geriátricos están repletos de ancianos que ya lo han olvidado. Entre la gente que no lo sabe y la que lo ha olvidado nos encontramos usted y yo, conscientes de la cruda realidad. Para ser español, como para ser francés, belga o ruso, no hay más que haber estado en el momento oportuno en el lugar adecuado. No hace falta esforzarse, en fin, de ahí que nos sorprendan las energías que gastan algunos en españolizarse. O en catalanizarse, lo mismo da. Adolfo Suárez, el político que según muchos historiadores más hizo por la España contemporánea, falleció sin saber que era español. Deberíamos tomar nota de ese olvido, que constituyó una de las mejores lecciones de la Transición.
A veces nos preguntamos por dónde empezó a desespañolizarse Suárez, por qué costado de su pensamiento comenzó a hacer aguas su perfil nacionalista de camisa azul. Podría escribirse con ese material un vademécum. Reflexionamos poco sobre el asunto de las identidades nacionales, tan poco, que nuestros nacionalistas de aquí y de allá se llevan a matar cuando deberían estar todo el día de copas, pues parecen gemelos univitelinos. Macron, a falta de mejores soluciones para el paro y la crisis económica, dedicó sus primeros meses de gobierno a afrancesar a los franceses con el objetivo de colarles una reforma laboral tan cruel como la nuestra.
La nacionalidad no quita el hambre, pero la entretiene. En algunos países del África extenuada, las madres mueven piedras en la sartén para hacer creer a sus hijos que está friendo un huevo. Los niños se duermen arrullados por el murmullo de las piedras, pero con el estómago vacío. Pobres.
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