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Tribuna
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Independentismo penitencial

Los dirigentes del proyecto independentista se han blindado ante el auténtico castigo que merece su derrota, que es el que infligen los propios seguidores

Lluís Bassets
Eduardo Estrada (EL PAÍS)

En el pecado llevan la penitencia. Exactamente. El pecado no es su independentismo. El pensamiento y el deseo no pecan, al menos en la vida política en libertad. El pecado son los engaños, que no afectan únicamente a quienes los cometen, sino a sus damnificados, que son quienes se los han creído. Tal como ha explicado Jordi Amat en estas mismas páginas (El doble engaño del Uno de Octubre, 1 de octubre de 2018), los dirigentes del procés no tan solo han engañado abundantemente a sus seguidores, e incluso a muchos que estrictamente no lo eran, sino que también engañaron al Gobierno de Rajoy.

El engaño es el hecho en sí del Uno de Octubre, explicado y luego mitificado como ejercicio del derecho de autodeterminación que conduce a la proclamación de la república catalana. Y es un engaño doble, como dice Amat, que se confiesa engañado él mismo: hacia los ciudadanos catalanes, independentistas o no, que se tragaron la bola; y hacia el Gobierno de Rajoy, que a la vista de su reacción ante el 1-O también creyó al Gobierno independentista, aunque luego se vio que iban de farol, tal como más tarde reconoció Clara Ponsatí, la consejera de Educación que abrió los colegios electorales.

No eran mentiras ingenuas. Cada cara de este Jano mentiroso tenía un propósito. Sin mentiras, no se entiende la movilización de más de dos millones de catalanes durante seis años, dedicados íntegramente desde el Gobierno independentista a fabricarlas, sostenerlas y difundirlas. Sin mentiras, no había tampoco ni siquiera la posibilidad de soñar lo que todavía no se ha conseguido ni se conseguirá, por más que las profecías apocalípticas de Aznar, Casado y Ribera digan lo contrario: una negociación bilateral que conduzca a cesiones de soberanía desde Madrid a Cataluña y más en concreto a un referéndum de autodeterminación legal y pactado.

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Las mentiras suelen tener consecuencias. El farol, por muy farol que sea, requerirá alguna explicación, sobre todo de cara al conjunto de ciudadanos españoles, incluidos los catalanes, que independientemente de si tragaron o no la bola, temieron en todo caso por el futuro del país e incluso por su propio futuro. Esta penitencia la impondrán los tribunales, que es lo que corresponde en un Estado de derecho con división de poderes. No la impondrán los ciudadanos, ni directa ni indirectamente, por fortuna. Tampoco el Gobierno. No la impuso el anterior y no lo harán ni el actual ni por supuesto los futuros Gobiernos. Ni los medios de comunicación, solo faltaría. El papel corresponde entero a los jueces. Ellos deberán juzgar si, efectivamente, es verdad que nunca hubo propósito alguno de llegar hasta el final —la anulación de la Constitución en territorio catalán y la secesión unilateral que se deduce de ella— y que la rebelión que pudiera atisbarse en la concatenación de desobediencias e ilegalidades no era más que una gesticulación destinada a sentar a Rajoy en una mesa de negociación.

Mintieron tanto y tan bien, que no hay forma de que sus seguidores descrean de tantas y tan buenas mentiras

Quienes organizaron el farol no lo tendrán fácil. Durante un mes y medio, desde los atentados de Barcelona y Cambrils del 17 de agosto hasta el 27 de octubre, cuando se declaró infructuosamente la república, se pudo vivir en Cataluña lo más semejante a una situación de doble poder —clásica de las crisis revolucionarias— que hayan experimentado las actuales generaciones. Todo sin violencia, sin duda.

Es difícil convertir al lenguaje jurídico, y sobre todo al penal, ciertas ideas nebulosas sobre violencias psicológicas o sobre la fuerza de las amenazas. Pero al final, Puigdemont lo hizo todo, desde los cambios legislativos hasta proclamar la república, pasando por la organización, mal que bien, de las llamadas estructuras de Estado, y luego desistió a la hora de dar el último y definitivo paso, consistente en ordenar el control de las infraestructuras, los edificios oficiales y el territorio entero, incluidas las fronteras.

¿Se arrugó? ¿Era una broma o un farol? Puigdemont, a diferencia de Ponsatí, todavía no lo ha aclarado. Su única explicación es truculenta y verosímil: quiso evitar el derramamiento de sangre. El expresidente de la Generalitat atribuyó esta eventualidad a la realidad antidemocrática del Estado español, olvidando que el recurso a la fuerza en último extremo es una característica asociada a todo Estado, democrático o autoritario, incluso al español, pero también al catalán si es que algún día llega a existir. Esto no es la demostración de que hubiera una rebelión con violencia. Si pudo haberla fue sin violencia, y por tanto, según el Código Penal, no fue rebelión. A lo más, y eso lo dirán los jueces, en grado de tentativa o de conspiración.

El perfecto engaño funciona como un castigo electoral, que obliga a gestionar una autonomía detestada

La penitencia por este lado ya se está pagando. Ahí están las prisiones provisionales, por injustas o por atenuadas que sean y según sean unos u otros quienes las califiquen. Los exilios, esos exilios, son de más difícil identificación con algún tipo de penitencia. En todo caso forman parte del mecanismo endiablado que impide las penitencias más sustantivas y eficaces, que son las que deben imponer a los dirigentes mentirosos quienes más directa e íntimamente han sufrido la mentira, que son quienes se las han creído.

La mentira en política se castiga y la forma más eficaz y democrática para castigarla es el voto. Descontando los reflejos tribales de autodefensa, que también existen y llevan a votar a los grandes jefes de la tribu aunque se instalen en un trono de mentiras, dos son las razones por las que los dos millones largos de independentistas engañados siguen votando con los ojos cerrados y los oídos obturados. En primer lugar, por la eficacia, auténticamente profesional, de la mentira independentista, y luego, por el temor a la penitencia que venga de fuera. Una y otra están entrelazadas: la mentira sobre la facilidad con que se iba a obtener la independencia se compensa con la dureza de la venganza judicial que se prepara, gracias a la versión persistentemente mentirosa del procés.

La doble mentira que ha impedido hasta ahora la auténtica penitencia de una derrota electoral sigue sosteniéndose en la prolongación de la fe en la república catalana por hacer y de la esperanza en una nueva y próxima oportunidad —el momentum—, gracias al presumible aunque increíble ensanchamiento de la base o a los efectos excitantes de unas sentencias severas. Nuevas mentiras consoladoras para evitar reconocer los engaños y la cegadora verdad de la derrota que esconden.

En el pecado de la doble mentira, quienes lo han cometido llevan la penitencia de una persistente credulidad, de unos y otros, que también les castiga doblemente: con la obligación de gobernar la autonomía manteniéndose en los engaños y con la amenaza de unas penas trágicamente proporcionales a la alocada dimensión de sus fantasías. Y eso solo lo pueden absolver las urnas, con la reversión de los votos que auparon a los mentirosos en forma de voto de castigo a sus mentiras. Más pronto que tarde, sucederá algún día.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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