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Tribuna
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Democracia ante el abismo

La cuestión es si debemos comenzar a trazar una línea que nos permita identificar el juego democrático frente a la autocracia

Alicia García Ruiz
Jair Bolsonaro, candidato ultraderechista a la presidencia de Brasil
Jair Bolsonaro, candidato ultraderechista a la presidencia de BrasilEFE

A las dosis diarias de ruido y furia mediática se ha sumado esta semana el estupor por el ascenso al poder, en Brasil y Estados Unidos, de dos hombres de sombrío perfil y que cuentan con unos apoyos aún más inquietantes y con un soporte popular impensable hace no mucho tiempo. Todo ello viene enmarcado en el proyecto, ahora sí explícito, de formar una entente internacional de signo antidemocrático encabezada por los políticos Salvini y Le Pen.

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En estos días se respira una atmósfera de perplejidad y desesperación que recuerda a lo que John Dos Passos escribió en su Viajes de entreguerras como horrorizado testigo de los nubarrones previos al diluvio asesino de la II Guerra Mundial: “¿Cómo pueden ganar?, pensaba yo. ¿Cómo puede el nuevo mundo, lleno de confusión y desencuentros e ilusiones y deslumbrado por el espejismo de las frases idealistas, derrotar a la férrea combinación de hombres acostumbrados a mandar, a quienes une solo una idea: aferrarse a lo que tienen?”.

La irrupción de esos “hombres acostumbrados a mandar”, esto es, a concebir y a ejercer formas de poder despótico, nos empuja a reformular la pregunta de Dos Passos, “¿cómo pueden ganar?” y a darle una respuesta vacía tan solo en apariencia: “Porque pueden”. ¿Y por qué pueden? Ese “porque pueden” implica un cuestionamiento más profundo y más incómodo de las condiciones en las que su ascenso es posible. Conduce a la reflexionada cuestión de la fragilidad de la democracia, siempre en riesgo de ser invertida bajo postulados y procesos aparentemente democráticos.

Los “hombres acostumbrados a mandar” son especialistas en condensar y desplazar agravios hasta darles un contenido autoritario

Esos “hombres acostumbrados a mandar”, vinculados con grupos oligárquicos, en el fondo saben perfectamente que necesitan de mucha gente para hacerlo. Para ello han construido la paradójica situación de arrogarse la representación del malestar de unas mayorías, parasitando la voz del “pueblo” supuestamente traicionado por las promesas incumplidas de la democracia liberal y que en teoría viviría bajo el dictado de la corrección política insensible a las necesidades cotidianas del ciudadano común.

Estos personajes son especialistas en condensar y desplazar agravios y demandas que en principio no son de signo autoritario hasta darles un contenido que sí lo es, entreverando en el abanico de reivindicaciones sus propias obsesiones autocráticas. Modelan los malestares generales a través de sus objetivos particulares, con el fin de conseguir un consenso o cheque en blanco para “poner orden”, claro está, en la interpretación del “orden” que a ellos les interesa. Si, como sostenía Bobbio, la eliminación de “poderes invisibles” que no responden ante nadie fue el objetivo originario y central de la forma democrática, hoy los mismos que subvierten la democracia en su nombre, declaran sin empacho, como el clan Le Pen, que su plan es formar “gobiernos en la sombra” hasta acceder al poder a plena luz del día.

Hay que preguntarse si basta con certificar la fragilidad de la democracia o si es necesario buscar la fortaleza democrática. Si debemos comenzar a trazar en primer lugar una línea de demarcación que nos permita identificar la democracia frente a la autocracia disfrazada de tal y, en segundo lugar, una línea de defensa contra lo que ya no es homonimia sino usurpación. Lo que aquí se sugiere es un razonamiento de mínimos y un plan de acción de máximos, en situación límite.

En lo primero, nos ayudaría recordar la definición mínima de democracia que ofreció Bobbio, con su certero análisis de las reglas procedimentales del juego democrático necesarias para que podamos hablar de democracia. La inteligencia del pensador italiano estriba en evitar la formulación de grandes ideales, para especificar, en cambio, que la base de ese juego, los derechos inviolables de los individuos y el Derecho mismo frente al poder, no son reglas del juego democrático sino el presupuesto necesario para que este pueda desplegarse. Jugar a un juego con el objeto de destruirlo es ser un enemigo del juego.

Por lo que respecta al razonamiento de máximos, las circunstancias actuales nos acercan al recuerdo de la “paradoja de la tolerancia” planteada por Karl Popper y reconocida, con matizaciones, por otros autores como Rawls. Plantea el peligro de que una excesiva tolerancia con quienes no respetan la tolerancia pueda terminar por amenazar la supervivencia de sociedades basadas en ella. Popper reclama abiertamente, en nombre de la supervivencia de tales sociedades, el derecho a no tolerar a los intolerantes. Habría que pensar hasta qué punto el contrapoder de esos “hombres acostumbrados a mandar”, que construyen sus objetivos autocráticos en los flancos abiertos por las paradojas de la democracia, se encuentra en una acción política paradójica como la señalada por Popper. Pero no se puede abandonar esta propuesta de un remedio tan extremo sin acompañarla de la advertencia de Nietzsche: “Quien con monstruos luche cuide de convertirse a su vez en monstruo”.

Alicia García Ruiz es profesora de Filosofía en la Universidad Carlos III de Madrid.

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