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Tribuna
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El ejemplo chileno

Estados Unidos y Brasil se enfrentan a elecciones decisivas para las que sirve lo ocurrido con Pinochet hace treinta años

Ariel Dorfman
Celebración en Chile del 30 aniversario de la victoria del 'No' a Pinochet.
Celebración en Chile del 30 aniversario de la victoria del 'No' a Pinochet.Esteban Felix (AP)

Falta menos de un mes para las elecciones norteamericanas del 6 de noviembre que van a zanjar si los demócratas son capaces de tomar la Cámara de Representantes y tal vez el Senado, poniendo coto a la corrupción y excesos de Donald Trump. Aunque las encuestas indican que una victoria semejante es posible, todos los observadores están de acuerdo en que el factor decisivo será la abstención, que ha sido extraordinariamente alta en años pasados.

Para aquellos estadounidenses que, recelosos o indiferentes, parecen creer que su voto no tendrá efecto alguno, la historia acaba de depararles un ejemplo que desmiente en forma contundente ese escepticismo. Justamente la semana pasada el pueblo de Chile celebró que, treinta años atrás, encontramos el coraje y la sabiduría para derrotar a Augusto Pinochet en un plebiscito que lo forzó, pese a un nuevo intento de golpe de Estado, a abandonar el poder.

Nuestro triunfo provino de una profunda tradición democrática que la intervención militar no pudo sofocar

En esa ocasión parecía inverosímil que un tirano tan omnipotente y astuto, que había derrocado al Gobierno constitucional en 1973, pudiera perder una contienda que tenía todas las de ganar. Muchos enviados internacionales creían que tal hazaña era inconcebible. Además de los militares y la policía, Pinochet controlaba el Ejecutivo y el Legislativo (había abolido ambas ramas del Congreso), y al amedrentado Poder Judicial. Sus cómplices civiles, una combinación de la vieja oligarquía y los pirañas, nuevos y voraces millonarios advenedizos, eran dueños absolutos de la economía y de los mayores medios de comunicación. Más intimidante todavía era el miedo que asolaba a Chile aquel 5 de octubre de 1988. ¿Cómo podía esperarse que hombres y mujeres que habían sufrido y presenciado ejecuciones, acosos, tortura y exilio durante 15 interminables años, fueran capaces de superar un terror cotidiano e implacable? ¿Podría alzar la voz una población acostumbrada a callar?

La respuesta me la dio una modesta anciana en una población periférica del gran Santiago. Un encuentro que ocurrió unos días antes del referéndum gracias a un puerta a puerta en que participaba para informar a la gente de sus derechos. Esa tarde, la señora respondió con cautela a mi presencia, solo invitándome a entrar a su casa cuando estuvo segura de que nadie en la vecindad nos estaba acechando.Viendo su desconfianza, le expliqué que nadie sabría lo que ella había resuelto. Durante un buen rato, no respondió ni una palabra, hasta que, finalmente: “Él sabe”, dijo. “Tiene un ojo adentro del lugar donde se vota, sabe todo lo que hacemos. Y me va a quitar mi techo cuando sepa”. Aun así, cuando nos despedíamos, me susurró unas palabras de aliento y desafío: “Voy a votar contra él. Es la única oportunidad de que se oiga mi voz”.

Unos días más tarde, esa mujer se unió a casi cuatro millones de sus compatriotas para derrotar a la dictadura. Contra todos los pronósticos, el 56% del país le notificó al general que sus días estaban contados. No sería fácil, pero habíamos comenzado el largo, arduo camino de retorno a la democracia.

Esa noche, acompañado de mi esposa y nuestros dos hijos, y rodeado de innumerables amigos y vecinos, bailé en las calles de Santiago, integrándonos a una ola festiva que se desplegó por toda la nación. Al final de cuentas, nuestro triunfo no fue ni tan extraño ni tan improbable como los observadores suspicaces habían augurado. Provino de una profunda tradición democrática que la intervención militar no pudo sofocar, y de la lucha, sacrificio y movilización de centenares de miles de activistas que acompañaron a personas como aquella anciana en su búsqueda de la dignidad. Ella supo mirarse en el espejo de su propio coraje, intuyendo que algo tan aparentemente frágil como una mano marcando una papeleta solitaria, un susurro de esperanza y desafío, puede cambiar la maldición de la historia.

Este es el recuerdo que invoco hoy, desde EE UU, cuando su pueblo se pregunta si será posible rescatar esta democracia apremiada. Es un ejemplo que debería hacer temblar al fraudulento millonario que malgobierna a su país. Me gustaría creer que los ciudadanos de la patria de Lincoln y Rosa Parks son tan valientes y devotos de la libertad como esa anciana en Santiago que logró desterrar las dudas y vencer el temor. Quiero creer que, junto a la mayoría de este país donde hoy vivo y al que también llamo mío, voy a bailar en la calle la noche del 6 de noviembre, celebrando que el fin de la pesadilla que se llama Trump comienza a vislumbrarse.

¿Y Brasil? ¿Brasil, donde es posible que sea presidente de la república más grande de América Latina un hombre que combina lo peor de Trump con el sueño de ser otro Pinochet? ¿Podrá su pueblo tener la sabiduría el 28 de octubre de seguir el ejemplo chileno y rechazar a este aprendiz de dictadores y salvar así la democracia para las generaciones futuras?

Ariel Dorfman es escritor.

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