Lviv o Lemberg
La ciudad de Ucrania es un ejemplo de nacionalismo étnico, que identifica la comunidad política con una cultura y lengua homogéneas, y que no dudó en destruir a colectivos con religiones e idiomas distintos
Leópolis, la principal ciudad de la Ucrania occidental, cambió varias veces de Estado y de nombre oficial a lo largo del siglo XX. Fue primero Lemberg, la capital de la provincia austriaca de Galitzia, en el Imperio austrohúngaro; y luego Lwów, en la Polonia independiente de entreguerras. Invadida por la Unión Soviética en 1939 y por la Alemania nazi en 1941, sufrió de manera intensa los terribles azares de la II Guerra Mundial. Stalin la incluyó entre los territorios que se anexionó tras su victoria sobre Hitler y pasó a ser Lvov durante más de cuatro décadas. Por fin, la Ucrania emancipada en 1991 la convirtió en Lviv. Pocos lugares en Europa representan mejor una historia turbulenta, la de las zonas bautizadas por el historiador Timothy Snyder como tierras de sangre.
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Al llegar a Lviv llaman la atención la grandiosidad de la estación ferroviaria y, enseguida, la amplitud de su casco histórico, conformado en la época austriaca y sometido a una constante reconstrucción en los últimos años. Salpicado por iglesias barrocas de diferentes confesiones, contiene un muestrario de arquitecturas eclécticas y del estilo secesión, de moda en los tiempos del emperador Francisco José. El centro, en torno a la plaza del mercado, atrae a miles de viajeros, muchos de ellos jóvenes, que disfrutan de la música en la calle y de las delicias de la cerveza, el café y el chocolate locales, todo mucho más barato que en la vecina Unión Europea. Dentro de poco tiempo, Lviv podría ser una escala más para miles de interraileros, como Praga, Viena o Cracovia.
Sin embargo, la brillante pátina cosmopolita no consigue tapar el mensaje que asoma en cada esquina: estamos en Ucrania, un país inestable que desde 2014 sufre las injerencias violentas de la Rusia de Vladímir Putin, que ocupó la península de Crimea y mantiene, con altibajos, un enfrentamiento permanente en la zona oriental del Donbás, poblada por rusos. Porque Lviv es una de las sedes más activas del nacionalismo ucraniano, fortalecido por el conflicto. El viejo templo de los jesuitas, dedicado a almacén de libros en el periodo soviético, exalta hoy a los héroes caídos en el este, con banderas nacionales adornadas por Cristos y lemas patrióticos. No en vano, la Iglesia greco-católica sobrevivió al régimen comunista, que la había condenado a la clandestinidad, para situarse en el núcleo de la identidad ucraniana. Como los ubicuos paños bordados. Una de las atracciones más populares de la ciudad consiste en una taberna subterránea donde te ofrecen vodka y comidas típicas entre parafernalia militar y canciones patrias. Para entrar hay que exclamar “Slava Ukrayini!” (“¡Gloria a Ucrania!”).
El aliento nacionalista impregna la percepción del pasado que transpiran las instituciones
Ese aliento nacionalista, de martirologio y camaradería castrense, impregna la percepción del pasado que transpiran instituciones públicas y privadas. No es raro encontrarse con la memorabilia de los movimientos que lucharon por la independencia de Ucrania, sobre todo de la UNO y la UPA, levantadas contra los soviéticos y también contra los nazis en la II Guerra Mundial. Aquí y allá, su enseña rojinegra acompaña a la azul y amarilla del Estado. Los museos ilustran la genealogía de la nación y repasan los agravios y violencias que experimentaron los ucranianos a manos de rusos, polacos y alemanes. Horrores que describen con todo detalle la siniestra prisión que utilizaron estos ocupantes para torturar y asesinar a los patriotas. Si nos fiáramos de las apariencias, abandonaríamos Lviv con la sensación de que siempre fue una urbe ucraniana maltratada por extranjeros feroces.
Pero lo cierto es que esta ciudad albergó una historia muy distinta. Hasta los años cuarenta, la mayoría de su población no hablaba el ucraniano como lengua materna, sino el polaco y el yidis. Es decir, era en buena parte católica latina o judía. De la herencia polaca queda poco, pues los choques armados provocaron, antes y después de acabar la última gran contienda, una cruel limpieza étnica que dejó a Ucrania sin apenas polacos y a Polonia casi sin ucranianos. Y de la presencia hebraica no hay más que un rastro residual en ciertos rincones del plano y en la carta de algún restaurante.
Las sinagogas fueron reducidas a cenizas, y cientos de miles de judíos —casi la mitad de los habitantes de Lvov en 1941—, asesinados en pogromos o en el no muy lejano campo de exterminio de Belzec. Como cuenta Omer Bartov en su libro de viajes por la región, los judíos han sido borrados, como si nunca hubieran existido. Unos cuantos monumentos erigidos en años recientes han roto el silencio soviético sobre el asunto —la llamada Gran Guerra Patria no dejaba espacio para la conmemoración judía—, pero resultan tímidos, para evitar problemas.
Las estatuas más visibles honran en la actualidad a los escritores que recuperaron la lengua ucraniana
El olvido ha cubierto la etapa más próspera e interesante de la ciudad, cuando albergaba no solo una ópera fastuosa, sino también una Universidad de primera categoría, aquella en la que estudiaron los juristas de origen judío Raphael Lemkin y Hersch Lauterpacht, inventores de los respectivos conceptos de genocidio y crímenes contra la humanidad. El profesor y abogado Philippe Sands ha contado de manera magistral sus vidas en Calle Este-Oeste, donde las entrelaza con la trayectoria de su propia familia, procedente también de la zona. Pero la Lemberg austriaca y la Lwów polaca se pierden en los relatos de la Ucrania eterna. Las estatuas más visibles honran en la actualidad a los escritores que recuperaron la lengua ucraniana, hablada en aquellos contornos más por los campesinos que por los urbanitas. Como Taras Shevchenko e Iván Franco, cuyas obras se leen con devoción.
En definitiva, uno de los mejores ejemplos de nacionalismo étnico, que identifica la comunidad política con un grupo de cultura y lengua homogéneas, y que no dudó en destruir a los colectivos con religiones e idiomas distintos, ha terminado por triunfar. Los guerrilleros nacionalistas, hoy tan admirados, no ocultaban la xenofobia y el antisemitismo que implicaron a algunos de ellos en matanzas de polacos y en el Holocausto, aunque se rebelaran contra la negativa nazi a concederles un Estado.
Como los Gobiernos de Varsovia y Budapest, el de Kiev promueve ahora versiones sesgadas del pasado, según las cuales los suyos nunca hicieron nada reprochable. La bandera europea, que abunda asimismo en Lviv, no parece aludir a los valores democráticos y cívicos de la Unión, sino a su necesario apoyo frente a la amenaza rusa. Casi nadie se acuerda de celebrar, en lugar de los mitos nacionalistas, la antigua diversidad y la convivencia entre gentes distintas, tan difícil como prometedora. Una advertencia para toda Europa, incluso para la lejana península Ibérica, donde, a la hora de escoger un futuro, muchos preferirían Lviv a Lemberg.
Javier Moreno Luzón es catedrático de Historia en la Universidad Complutense de Madrid.
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