El gobierno de los jueces
El debilitamiento de las instituciones, que afecta también a la justicia, mucho tiene que ver con la suposición de que el fin justifica los medios
Serán las próximas elecciones en Brasil la consumación de un golpe a la democracia? Esta pregunta se hacía el auditorio durante un coloquio celebrado en Madrid, en el que participaban entre otros el excanciller Amorim, el presidente Felipe González y el juez Baltasar Garzón. Ante la eventualidad de la victoria del neofascista Bolsonaro, los asistentes se sumaron de una u otra forma a las demandas de libertad para Lula da Silva, condenado a doce años de cárcel y en prisión desde abril. Después de que Dilma Rousseff fuera expulsada del poder mediante un impeachment torticero, el proceso político brasileño se ha visto envuelto en cantidad de escándalos de corrupción que afectan a líderes de todos los partidos, incluido el actual presidente Temer. Existen considerables indicios de que asistimos desde hace años a una conspiración de los sectores más reaccionarios del país para desalojar del poder al PT mediante la utilización de artimañas legales y la manipulación de la opinión pública. Como consecuencia, González desgranó la siguiente reflexión: cuando se judicializan los procesos políticos, irremediablemente la justicia acaba politizándose. Es lo que se ha denominado —añadió— el gobierno de los jueces.
Semejante aserto evoca necesariamente los sucesos de Cataluña. La progresiva ausencia del Estado en la comunidad autónoma y el pasmo del presidente Rajoy ante lo que allí sucedía, acabaron por situar a la judicatura en el centro del debate político. Naturalmente la situación brasileña y la catalana nada tienen que ver entre sí, pues en nuestro caso el golpe a la democracia lo intentaron dar los políticos hoy encarcelados por presunta sedición o rebelión. De modo que los tribunales se vieron abocados a poner coto a la insurrección contra el Estado, organizada y alimentada desde la Generalitat. Pero persiste la coincidencia de que fiscales y jueces, no diputados y gobernantes, hayan asumido el protagonismo en litigios que originariamente eran estrictamente políticos. En cualquier circunstancia, la legislación penal es el último recurso al que acogerse para defender la legalidad, no el primero, como ha sucedido en la deriva del procés catalán. De las inevitables consecuencias de su aplicación pueden derivarse situaciones todavía más complejas de las que ya padecemos. La responsabilidad seguirá siendo de los demagogos que han enardecido a los ciudadanos con mentiras y señuelos, y de los dirigentes incapaces de gobernar la nave del Estado en momentos de dificultad. Pero no ha de faltar quien se preocupe, con razón, por los daños colaterales que el gobierno de los jueces vaya a ocasionar.
La politización de la justicia no se produce por la acción de los tribunales, sino por la omisión de los políticos y la tendencia del ejecutivo a interferir en las decisiones judiciales. Días atrás hemos escuchado un aluvión de declaraciones de ministros en el sentido de que les gustaría que los acusados de rebelión no estuvieran en prisión preventiva, e incluso sugiriendo promesas de indulto para quienes no han sido todavía ni juzgados ni condenados. Probablemente pretendían aplacar la presión independentista, pero lo único que han conseguido es aumentar la polarización de la opinión pública, víctima ya de toda clase de palabrerías y mendacidades. La separación de poderes y el respeto a la ley son base inexcusable del ejercicio democrático. A quienes desde el poder traten de perpetrar la muerte de Montesquieu habrá que recordarles que esta equivale al fin de las libertades. Por supuesto, el más aguerrido de los filibusteros que tratan de eliminar la independencia judicial, por la que irónicamente clama, es el presidente Torra. Una y otra vez exige al Gobierno de Madrid la retirada de cargos contra los sediciosos, como si Moncloa pudiera tomar decisión semejante. Y hoy se dispone a celebrar el primer aniversario de un referéndum ilegal e ilegítimo, en permanente desafío a la mitad de un pueblo sometido a su desgobierno y víctima del colapso de sus instituciones. Lo peor es que el deterioro amenaza también al funcionamiento de las del Estado.
Una de las pocas que parecían librarse, precisamente la justicia, se ve sometida ahora a toda clase de insidias y descalificaciones, politizada como está por la despolitización de los políticos. No solo en el caso de los intentos secesionistas: también en temas sobre violencia de género, corrupción administrativa e incluso sanciones a los plagiarios, la apelación a la presión popular sobre el ejercicio de la justicia y la aplicación de improvisados criterios sobre la moralidad del liderazgo distorsionan de nuevo el panorama. No citaré ejemplos, pero pedir la dimisión de nadie por haber dicho de otro en una conversación privada que es un maricón es en sí misma una gilipollez, y me atrevo a decir que hasta una mariconada. Desde que Cela publicara su Diccionario secreto, los españoles nos hemos vuelto uno de los pueblos peor educados del mundo, con una enriquecedora variedad de palabras malsonantes en nuestro idioma que para sí quisieran muchos otros. Tratar de disminuir su empleo sería el anhelo de los redactores de un manual de buenas costumbres. Pero el puritanismo cínico de que hacen gala por criticar su uso senadores, diputados, tertulianos vocingleros y libelistas digitales no hace sino minar aún más los cimientos de la democracia representativa.
El debate político se ha embrutecido y degradado. El Gobierno busca atajos y triquiñuelas para aprobar los presupuestos y la oposición se atrinchera en consideraciones leguleyas para impedirlo. Se nos hurta así una discusión ordenada sobre el contenido del mismo y las razones para apoyarlo o combatirlo. El debilitamiento de las instituciones, su progresivo deterioro, mucho tiene que ver con la suposición de que el fin justifica los medios, la más antidemocrática de cuantas puedan imaginarse. Convertir la responsabilidad política en una mera lucha por el poder, sea para mantenerlo o para abatirlo, constituye una contribución más al desgaste del régimen del 78. La polarización agitada por las redes sociales, vociferada al unísono en las Cortes y en las televisiones, acabará por minar los cimientos de nuestra democracia representativa. La ausencia de reflexión intelectual entre quienes nos desgobiernan y quienes aspiran a desgobernarnos es por lo mismo lacerante.
Ojeando un estudio sobre la correspondencia privada de Andrés Saborit, biógrafo de Besteiro, he espigado recientemente tres observaciones de eximios republicanos que padecieron persecución y exilio. Clara Campoamor elogiaba en 1962 desde Lausanne la figura de don Julián, de quien exaltaba sus principales características: "Reciedumbre moral y elegancia espiritual". Luis Jiménez de Asúa, el penalista más reputado de cuantos han existido en la historia del derecho español, comentaba desde Buenos Aires en 1968 que en opinión de Merceditas, su esposa cubana, "España no es Europa. España es España y nada más". Claudio Sánchez Albornoz, en 1973, también desde Argentina, se lamentaba: "No puedo olvidar los errores y los disparates que hicimos los hombres de la República. Que nuestro ejemplo sirva para quienes un día lejano vuelvan a repetir nuestra aventura".
La Transición logró desmentir las opiniones de Merceditas quizá porque el ejemplo de don Claudio sirvió de brújula a quienes la llevaron a cabo. Debemos preguntarnos entonces donde están en el hemiciclo la reciedumbre moral y la elegancia espiritual de Besteiro. Sin gentes como él no tardará en surgir de entre nosotros el Bolsonaro de turno. En Barcelona ya comienza a enseñar la cabeza.
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