El rotulista prodigioso
Diego Apesteguía era un experto en 'marketing' que un buen día cambió los estudios de mercado por los pinceles. Hoy recupera el oficio de la rotulación clásica.
DONDE OTROS vieron incertidumbre, Diego Apesteguía encontró la oportunidad de transformarse. En 2008, cuando tenía 29 años, este especialista en marketing enganchado a las páginas salmón de los diarios intuyó la que se avecinaba con la crisis. Cambió el traje por el delantal de artista, dejó de elaborar estudios de mercado para una de las principales entidades bancarias y se dedicó de lleno a su verdadera pasión: el grafiti. Lo que no sabía cuando colgó la corbata era que no se iba a dedicar a pintar persianas de comercios y murales como tenía planeado. Iba a ayudar a revitalizar una profesión prácticamente desaparecida, la de la rotulación tradicional a mano.
Apesteguía, madrileño de 39 años, constituye la antítesis del artesano bohemio. No reniega de la tecnología, lleva una vida sana y disciplinada y no tiene reparos en reconocer la importancia del dinero. “No hay que elegir entre ganarse la vida y ser artista. Puedes hacer las dos cosas”, sostiene. Incluso cuando habla de sus comienzos, echa por tierra algunos de los enunciados que más se escuchan entre los creadores. “En el discurso artístico-artesano la gente cuenta que nació para hacer algo. Yo tengo más una visión del hombre renacentista: me gustaba pintar y hacer grafitis y me dediqué a esto, pero podía haber sido herrero y sentirme realizado igualmente”. O eso dice, pero lo cierto es que, antes de dedicarse a ello profesionalmente, empleaba todas sus vacaciones en ir a festivales de arte urbano y en pintar.
La conversión de grafitero a rotulista no fue inmediata. Nada más dejar su empleo, este licenciado en Psicología se dedicó al grafiti por encargo, con tiendas y empresas como principales clientes. De esa relación con el comercio surgieron algunos pedidos para rotular pizarras y carteles. Aún recuerda el primero. Fue un letrero para la librería de un amigo. El largo era el mismo que el de las habitaciones de su casa y lo pintó agachado en el suelo de la vivienda, entonces en el barrio de Malasaña, epicentro de la cultura hipster en Madrid. Aquella escena se convirtió en algo habitual. Durante seis años convivió con el olor del disolvente y cargó escaleras arriba con creaciones de gran formato. Hasta 2014, año en el que abrió un local en el mismo vecindario y nació oficialmente Rotulación a Mano. “En la tienda de Malasaña había algo de proyección del ego, de decir ‘estoy aquí’. Cuando la gente no sabe que existe una profesión, tiene sentido montar una tienda vistosa, para que capte su atención”, explica batido de espinacas en mano.
A partir de los años ochenta, la rotulación artesanal era una práctica residual en España, especialmente la que se hacía sobre vidrio. “Desde que murió el último maestro, Ochoa, lo que había eran principalmente rotulistas extranjeros”, cuenta, al tiempo que presume de haber contribuido a revitalizar la profesión. “He creado la suficiente demanda como para no dar abasto y que me salga competencia. Eso demuestra que el oficio se está reactivando”, afirma con seguridad. Ya en 2016, Apesteguía recibió el Premio Nacional de Artesanía al Emprendimiento por su proyecto y su labor de recuperación de las técnicas tradicionales.
“En el mundo en el que vivimos tienes que aprender a jugar con las reglas. Hasta el artista más consagrado vende sus obras”
Una vez allanado el camino, este artesano fan de los números ha priorizado el aumento de la productividad a la visibilidad que le otorgaba la localización de su antiguo taller. Desde agosto, él y su ayudante, Ira Senatos, ocupan un nuevo espacio mucho más amplio en una zona obrera de la capital, el barrio del Lucero, lo que le permite asumir encargos de mayor formato. “El Guernica no podría haberse pintado en Malasaña”, bromea. También la transformación de la zona influyó en la decisión de trasladarse. “Cada vez hay más franquicias, que todo lo que llevan es predeterminado, y ya no necesitan rotulistas. Además, los costes eran insostenibles —es el distrito de Madrid donde el alquiler está más caro— y el proceso de gentrificación también nos afectó”.
En el local, las creaciones de Rotulación a Mano se confunden con piezas de las primeras décadas del siglo XX. Se trata de la pequeña colección personal de Apesteguía. “En los años cuarenta y cincuenta cada barrio tenía su rotulista”, explica. Hoy reproduce con su pincel algunas de las técnicas de aquella edad dorada, que domina tras varias estancias en el extranjero con artistas como el inglés David Smith, con quien aprendió a usar el pan de oro. “Pan de oro real”, subraya. En la actualidad, la producción de este material tampoco ha escapado al voraz mercado asiático, pero él lo sigue adquiriendo en Giusto Manetti, un taller de Florencia que lo fabrica desde 1600.
Para Apesteguía, la función de la rotulación transgrede lo puramente ornamental. Construye la imagen que tenemos de las urbes. “Toni Encinas, Ochoa… están borrados de la faz de la tierra, pero fueron personas que de manera anónima determinaron nuestra visión de la ciudad. Quizá más que Picasso. Porque los rótulos de los comercios son cosas que ves en el día a día. No necesitas sentarte o ir a un museo para empaparte de ello”, sostiene. Sus letreros ya salpican los escaparates de calles como la Gran Vía de Madrid, la ciudad en la que más trabaja junto con Barcelona y Valencia.
El negocio de Apesteguía ha crecido al abrigo del fenómeno hipster, que apuesta, entre otras cosas, por la recuperación de la estética antigua. Aun así, no tiene miedo de que su éxito dependa de una moda. Defiende con convencimiento que las tendencias solo están en las líneas gráficas y que las técnicas pueden reconvertirse conforme a la demanda. Consciente de que en España sus principales clientes son negocios de hostelería y del riesgo que supone para él la desaparición del pequeño comercio, Apesteguía no ha dudado en poner su pincel al servicio de los grandes. “Estamos intentando trabajar con más multinacionales y diversificar producto, aplicando las técnicas que conocemos a otras cosas”, explica. Una red clientelar en la que ve un medio para poder seguir haciendo lo que le gusta. “La situación ideal es poder mantener la fabricación artesanal, pero al mismo tiempo tener una gran demanda. Y para eso hay que trabajar con supermarcas. No es algo novedoso. Ahí están las lámparas de Tiffany o el trabajo en cuero de Loewe”, ejemplifica.
Lejos de sentir que su labor como creador tiene menos valor artístico por ser bajo demanda, Apesteguía reivindica el arte por encargo. “Hay que aprender a jugar con las reglas. Hasta el artista más consagrado vende sus obras. No me imagino a Da Vinci o Miguel Ángel preocupados porque les hiciera un pedido el Vaticano. Otra cosa es que para llevarlo a cabo exigiesen hacer lo que ellos querían”. Y en eso lo tiene claro. “Si viniera una multinacional y me pusiera unos cuantos millones sobre la mesa, los aceptaría. Eso sí, para trabajar bajo mis condiciones”.
Una década después de renunciar a su nómina, este antiguo trabajador por cuenta ajena defiende el emprendimiento y la psicología como herramienta para la vida. “Me alucina que se empeñen en que aprendas a hacer raíces cuadradas y que no te enseñen cómo reacciona la gente ante el estrés. O que te expliquen cómo trabajar para otros, pero nadie te oriente ni lo más mínimo para manejar tu pasta”.
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