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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Se busca político; razón, epidemia

Los abandonos de Domènech y Sáenz de Santamaría exponen el desgaste de un oficio desprestigiado

Soraya Sáenz de Santamaría, llegando a su domicilio en Madrid, este lunes.
Soraya Sáenz de Santamaría, llegando a su domicilio en Madrid, este lunes.Victor J Blanco (GTRES)

No estaba prevista la “espantá” de Xavi Domènech y sí parecía inminente la retirada de Soraya Sáenz de Santamaría, pero uno y otro caso, no digamos el abandono de Mariano de Rajoy, acreditan el feroz desgaste de la política, la sobreexposición de sus artífices y sus protagonistas.

La opinión pública reniega de ellos a semejanza de una estirpe maldita, así es que el desprestigio de la profesión desdibuja el espacio institucional y conlleva el peligro de una crisis de vocaciones. ¿Qué razones habría para dedicarse a la política?

Las razones para eludirla como oficio o devoción se amontonan. Y no solo por la precaria remuneración de la mayoría de los cargos públicos, sino porque la vida del político queda escrutada desde el primer balbuceo -del primer tuit, de la primera borrachera- y porque la eventualidad de una imputación -haya o no condena después- equivale a la muerte civil.

Predominan los políticos honestos y las gestiones transparentes, pero la escandalera de los casos de corrupción y los procesos de descapitalización que emprenden los propios partidos -purgas, ajustes, catarsis...- malogran cualquier expectativa de rehabilitación gremial. De hecho, la nueva política busca caminos de credibilidad y de tolerancia castigándose con la devaluación de los propios sueldos. Como si el dinero alojara un veneno. Y como si no fuera precisamente la emancipación salarial el reflejo de un mérito y la garantía contra las tentaciones del sobre, la comisión, la prosaica recalificación de un terreno.

Resulta tentador y hasta supersticioso restringir el problema de la corrupción española a la clase política, incluso conviene establecer una jerarquía de la responsabilidad, pero ya escribía el economista italiano Slyos Labini que la corrupción no arraiga en una sociedad sana. Y la nuestra se resiente de la picaresca antropológica, de los resabios posfranquistas, de la falta de ejemplaridad en que incurren las instituciones, la clase política y la Administración, es verdad, pero también del comportamiento mimético de los ciudadanos en la estrategia de los atajos.

No siendo noruegos ni daneses, los españoles nos hacemos los suecos. Exageramos la corrupción ajena sin reparar en la propia. Y engendramos, vuelta a vuelta, la sociedad mareante de la desconfianza y de la suspicacia, muchas veces mamando del mismo Estado al que hacemos trampas.

La política no está fuera de la sociedad, pero la tentación de desprestigiarla y el desgaste que supone desempeñarla implica que muchos profesionales adecuados hayan emprendido otras alternativas menos perseguidas y devaluadas. La precariedad de nuestros líderes contemporáneos podría atribuirse a la singularidad generacional, pero también cabría preguntarse hasta qué extremo la política ahuyenta a las mujeres y los hombres cabales por haberse convertido en un camino excesivo de heroísmo o de vanidad.

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