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Columna
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No puede pasar aquí

En el aniversario del golpe parlamentario de los independentistas es preciso recordar que la democracia liberal no es algo irreversible

Ricardo Dudda
Diputados de la oposición protestan el pasado 7 de septiembre de 2017 tras la suspensión del pleno.
Diputados de la oposición protestan el pasado 7 de septiembre de 2017 tras la suspensión del pleno.Massimiliano Minocri (EL PAÍS)

Pensar que Spain is different respecto a la ultraderecha y el iliberalismo es una forma de autocomplacencia peligrosa. Hay analistas que llevan años defendiendo la poca excepcionalidad de España: somos una democracia homologable a la de nuestros vecinos. Luchan contra el relato de España como una democracia débil y posfranquista, fomentado por el independentismo, y contra nuestra clásica autoflagelación. Pero esa reivindicación de nuestra poca excepcionalidad termina con el tema de la ultraderecha. Durante toda la crisis nos hemos enorgullecido de no tener un partido xenófobo. En eso, Spain is different.

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Una parte de la izquierda lleva años cuestionando esto: la ultraderecha siempre ha estado en el PP. Es un ejemplo de la hiperbolización del debate público. Pero el Gobierno también se ha sumado a ella y lleva meses intentando colocar a Albert Rivera y Pablo Casado junto a la ultraderecha. Es una actitud irresponsable. Sánchez ha pasado del voluntarismo inicial respecto a la inmigración a la mano dura, y ha usado la acusación de xenofobia y ultraderecha para blindarse frente a las críticas. Acusar con tanta ligereza al adversario de racismo no parece una estrategia muy efectiva para luchar contra el racismo. Es posible, incluso, que ayude a lo contrario.

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En el aniversario del golpe parlamentario de los independentistas, el 6 y 7 de septiembre de 2017, es preciso también recordar que la democracia liberal no es algo irreversible. La mayoría en el Parlament se saltó sus propias normas, los derechos de la oposición y la legalidad para aprobar dos leyes que ponían por encima al Ejecutivo sobre el judicial, cuestionaban la libertad de prensa y permitían vaticinar cómo sería la república catalana independiente: un régimen iliberal y autoritario.

En el debate de esas leyes, la oposición defendió el cumplimiento de las reglas. El exdiputado de Podem Albano Dante Fachín dijo: “A la gente no le preocupa el reglamento, señores”. Tiene razón. Para cada vez más ciudadanos en Occidente, la democracia empieza a ser un estorbo. Como dice Yascha Mounk en El pueblo contra la democracia (Paidós): “Los ciudadanos están menos comprometidos con la democracia y más abiertos a alternativas autoritarias que antes. El respeto por las normas democráticas y las reglas ha disminuido precipitadamente. La democracia, que ya no es la única alternativa, se está ahora desconsolidando”. Mounk dice que los más desencantados con la democracia liberal son los jóvenes, que la consideran algo abstracto frente a quienes vivieron la Guerra Fría o la posguerra mundial. El año pasado, el diputado de ERC Joan Tardà dijo que los jóvenes catalanes tenían el “compromiso de parir la República” y que si no lo hacían cometerían un “delito y una traición a la tierra”. Sus siniestras palabras se recibieron con aplausos. No puede pasar aquí, hasta que empieza a pasar.

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