Pedro y Pablo, la guerra en reposo
Sánchez e Iglesias exhiben un consenso que no encubre su pasado ni su batalla por la izquierda
La bonhomía que traslada el encuentro de Sánchez e Iglesias resultaría más verosímil si no conociéramos los antecedentes de su relación patológica o si no resultara tan evidente la precariedad que desprende el tacticismo de una alianza entre rivales. Custodian ambos las esencias de la izquierda. Y escenifican un consenso antiliberal —subida de IRPF a las rentas altas, reversión de recortes educativos, ley de dependencia, incremento del salario mínimo, alquileres asequibles, ayuda a los autónomos— que sufragaría la restauración de un estado social en el escarmiento del marianismo, pero el esfuerzo de la sonrisa en las escalerillas de Palacio se resiente del recelo con que ellos mismos observan las antiguas cicatrices y estudian los futuros encontronazos.
Fue Iglesias quien malogró la investidura de Sánchez en 2016. Y es Sánchez quien ahora ocupa La Moncloa con todas las inercias a favor de la bandera socialista y con todos los resortes de la ocupación del poder —la agenda, la actualidad, la comunicación—, aunque el líder de Podemos presuma de su papel de aliado necesario y de cómplice imprescindible de la legislatura.
No sucede realmente así. Pedro Sánchez renunció estratégicamente a involucrar a Podemos en su Gobierno consciente de las conspiraciones o de la egolatría pablista. Y los diputados de la formación morada ni siquiera sirven para abastecer o sujetar las medidas capitales de la legislatura. El voluntarismo de los Presupuestos representa un ejemplo inequívoco de la situación. No pueden aprobarse sin el apoyo de Podemos, pero además requieren la implicación de otros partidos, intereses, sensibilidades e ideologías. Y no solo por el chantaje de los soberanistas en la hipérbole de la autodeterminación, sino porque la idiosincrasia conservadora del PNV o del PDeCAT contradice que vaya a prosperar la subida de impuestos o que puedan aprobarse definitivamente los Presupuestos tal como los han esbozado Iglesias y Sánchez.
Quedan así reflejados los límites de la presión de Podemos, del mismo modo que resulta evidente la frustración de la minoría socialista en la resistencia de los 84 diputados, pero las dificultades que amenazan la legislatura de Sánchez no conciernen a su posición de superioridad sobre Podemos en el horizonte de unas elecciones y en la hegemonía de la izquierda.
La reaparición del bipartidismo degrada la influencia de Podemos. Y Pablo Iglesias está convocado a desempeñar un papel de equilibrismo entre la solidaridad al PSOE y la exhibición concreta de las diferencias. Porque pescan ambos partidos en el mismo caladero electoral. Y porque la asunción de un mero papel gregario condenaría la expectativa de Podemos a un escenario anecdótico.
Es más confortable la posición de Sánchez en el binomio de los enemigos íntimos, pero no se halla exenta de peligros. El primero es el piolet de Iglesias. Y el segundo consiste en el peligro de descuidar a los votantes del centro. Quizá por ello, el antídoto preventivo a la visita de Iglesias fue el abrazo al comisario Moscovici en la comunión de la ortodoxia institucional y económica. Lo decía Clausewitz: la paz es la guerra en reposo.
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