Las ganas de sexo dependen de la producción de testosterona. Convivan con sobredosis de la hormonita de marras si son tan valientes.
Vivo en un constante vaivén de restregones a cuenta de la relación física que me une a mi pareja. Forma parte del guion familiar. Ando con el sofrito y el mismo señor que concilia el sueño apoyando su mano en mi culo, viene por detrás a arrimar cebolleta. Me muerde la nuca. Me dice una cerdada al oído y me da “un puntasito” que es como lo llaman en Cádiz. Como reaccione yo, calibra El Patillas si procede. Si saco el culo y arqueo la espalda es probable que, en breve, note la severidad de algo más. Igual que si lanzo codazo al hígado sin ni siquiera soltar la cuchara de palo con la que remuevo en la sartén, seguirá preparando el aperitivo junto a mí sin acercarse un milímetro.
Sucede a diario desde hace trece años y nueve meses. Si mañana esto se finiquita, me llevo un porrón de frotadas. Algunas fulminadas por un bufido y otras rubricadas con pólvora en los zapatos de tacón que subiré con toda probabilidad a sus hombros. No sé cómo fue el polvo que echaron la neandertal y el denisiovano, pero reconozco en mi sexualidad comportamientos puramente animales. Conductas que Mi Moco ha aprendido a diario. Nació hace diez años después de un polvo de esos que no te puedes aguantar. Lleva viendo a su padre meterme mano desde que nació. Y a mí reaccionando positiva o negativamente. No, no damos rienda suelta de nuestro calentón delante de él, aunque, como a casi todos los padres, también nos pilló, en una postura muy parecida a la que he descrito antes, la de los tacones.
Mi Moco crece. Afortunadamente. Y este verano ha sido la primera vez que ha salido sin nosotros, unas veces en bicicleta, otras andando a ver a los de la peña. Con niñas y niños entre doce y ocho años, llevando una riñonera que le regalaron por su cumpleaños colgada en bandolera. Se hace mayor lenta e indefectiblemente. "Mamá, he empezado a hacer Parkour. Es una pasada", me suelta mientras desayunábamos. "Qué bien cariño. Me dejas mucho más tranquila".
El que aún es un niño crece y su testosterona también aumenta, tanto para animarlo a dar brincos por la calle como para querer tocarle el culo a su madre. No debía de tener más de seis años la primera vez que me enganchó por debajo de la falda como el que se cuelga de la barra del metro para soltarme "¡Qué buen lomo tienes!", frase con que la inauguró su constante y diaria dosis de piropos, caricias, sobes y restregones con su propia madre. Mis tetas le parecen las más bonitas del universo. Mi culo, una pasada. Mi boca, la perdición. Ya no hay beso que me dé en el que no entorne los ojos y saque mínimamente la lengua con la esperanza de pillar un poco más de cacho donde solo hay amor. Exactamente igual que su padre. Una mujer, dos hombres y puñados de testosterona rebotando contra las paredes. Un día me los encuentro a ambos colgados de la lámpara. Hogar, dulce hogar.
"Pocas madres reconocen que les ocurre esto". Ana Alonso Caballo, psicóloga sanitaria especializada en infancia y juventud reconoce que muchas mujeres se sienten avergonzadas cuando sus hijos demuestran su incipiente incremento hormonal con ellas mismas. "La relación sexual de las madres con los hijos aparece desde el momento en el que nacen; hay niños que se excitan cuando los limpian y esto incomoda muchísimo a las madres, que acuden espantadas a consultar con los pediatras". Con la edad, lo de que el hijo se empalme pasa a ser constante y los niños ven en sus madres el acabose de la belleza porque la quieren más que a cualquier otra persona. Confunden ese amor con lo que pueda ser el sexo.
No queda otra que invertir tiempo en enseñarles a distinguir. "Se trata de enseñarles que el amor incondicional que sienten no se corresponde con los comportamientos sexuales que manifiestan. Los padres tienen que quererlos mucho, besarlos, tocarlos y abrazarlos enseñándoles que eso no tiene componentes sexuales. Hay que dejar claros los tres pilares del respeto: respeto hacia las mujeres; desde pequeños deben aprender a valorarlas, ya sean niñas que juegan en el mismo patio del colegio o adultas con las que conviven. Deben aprender que una negativa lleva implícita la negación de la acción. Un no es un no así tenga el niño ocho o cuarenta años. Y deben aprender que la sexualidad es una acción que se practica en la intimidad, sea con uno mismo o en pareja. Es todo un proceso educativo e indispensable basado en el respeto".
Se trata de educar en la sexualidad más sana y coherente. Y de eso somos responsables los adultos no los niños con la testosterona efervescente.
La próxima vez que vea a unos niños levantándole la falda a una compañera y a las madres riéndose sin darle importancia, ruego que contemplen que yo saque la catana. Por seguridad. Mientras, permítanme que trate de manejar mi maremágnum hormonal masculino. Pocas cosas me gustan tanto como que sea el padre de la criatura el que me meta mano cada vez que me lo cruzo por el pasillo.
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