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Tribuna
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Noticias de América

Gran parte del continente se ha inclinado a la derecha, con la excepción de México y la incógnita de Brasil. Los cambios son muy relevantes para las empresas españolas

Juan Luis Cebrián
EVA VÁZQUEZ

 Maltrecha y marchita,

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siempre en busca de

una ética de la vida,

la América Latina existe.

Gabriel García Márquez

Fue a Gabriel García Márquez a quien primero escuché que el nombre de América Latina, contra lo que habitualmente se especula, no fue una invención del imperialismo francés, sino fruto, al parecer, de la imaginación de un poeta e intelectual colombiano, Torres Caicedo, que a mediados del XIX empezó a utilizarlo para denominar lo que hasta entonces él mismo llamaba la América Española. Latinoamericanos y españoles llevamos más de un siglo discutiendo sobre si el nombre de América Latina sugiere la existencia de una realidad unitaria o es más bien la descripción abusiva de un archipiélago de realidades diversas, muchas veces confrontadas entre sí. Cualquiera que sea el punto de vista, existe cuando menos una unidad cultural expresada en el uso del español y del portugués, y también en algunas enfermedades políticas transfronterizas, como la violencia, la corrupción o la debilidad institucional, que denotan una similitud de tendencias al margen cualquier nacionalismo. Algunos acontecimientos singulares de este año permiten preguntarse ahora cuál ha de ser el destino de aquellos países cuyas opiniones públicas están marcadas, como en tantos otros, por una polarización interna muy acusada.

A partir de las elecciones chilenas del año pasado, que devolvieron al poder al conservador Sebastián Piñera, se han celebrado diversos comicios que han confirmado el vuelco a la derecha de gran parte del continente, con la relevante excepción de México, y la incógnita sobre lo que ha de suceder en Brasil en las votaciones del próximo octubre. En ese escenario, la toma de posesión, mañana en Bogotá, del presidente electo colombiano sugiere interrogantes nuevas sobre el proceso de paz liderado por su predecesor y la incorporación de la antigua guerrilla, ahora desarmada, a la institucionalidad política. La principal amenaza reside en la deriva de Venezuela, que ha terminado por convertirse en una dictadura gobernada —más bien desgobernada— por la alianza entre el ejército y el narco. Como consecuencia de ello y de la situación de la crisis alimentaria, más de un millón de refugiados han traspasado las fronteras de Colombia en busca de un futuro mejor. A esa crisis, la mayor de las que padece la región, se suma la brutal represión protagonizada en Nicaragua por Daniel Ortega, un matarife traidor a la utopía revolucionaria que en su día lideró, y auténtica reencarnación del Somoza derrocado por el Frente Sandinista. Por si fueran pocas las novedades, a finales de año tendrá lugar en Guatemala la cumbre iberoamericana de Jefes de Estado y de Gobierno, y Argentina recibirá la reunión del G20, agitada de antemano por la guerra comercial desatada por la Casa Blanca.

Todos estos cambios resultan más que relevantes para los intereses de las empresas españolas afincadas en la región. No solo para los grandes del Ibex, pues miles de pymes se han instalado allí durante los últimos años. España es el segundo país del mundo, solo después de Estados Unidos, con más inversión directa en el área, sus cifras superan los doscientos mil millones de dólares y nuestro porvenir económico depende en gran medida del comportamiento de las cuentas de resultados al otro lado del Atlántico. Llama la atención por lo mismo la afasia del presidente Sánchez y el silencio ominoso de sus ministros sobre los problemas latinoamericanos. Apenas pudo escucharse un minuto de cortesía en su explicación del programa de gobierno, para decir una sarta de vulgaridades políticamente correctas. Mientras cunde la impresión de que, siguiendo la tradición inaugurada por Aznar y lamentablemente continuada por sus sucesores, nuestro país seguirá perdiendo peso en la escena latinoamericana. Por lo menos en lo que se refiere a la acción del Estado.

Llama la atención la afasia del presidente Sánchez y el silencio ominoso de sus ministros sobre Latinoamérica

La elección de López Obrador como presidente mexicano había desatado toda clase de alarmas, ahora se ve que injustificadas, entre el empresariado azteca y el español. Su abrumadora victoria supone la liquidación de facto de los partidos tradicionales, especialmente del PRI, en el que inició su andadura, pero muchos ven en él la herencia no dilapidada del espíritu revolucionario que dio origen al actual sistema, ahora sentenciado a muerte. No es ningún advenedizo, sino un político de largo recorrido, resistente al descrédito de las derrotas electorales y formado en la escuela tradicional. No se reconoce, por eso, como populista, aunque la frecuente demagogia de sus declaraciones y lo peculiar de su personalidad hayan permitido calificarle así. Es, en cambio, un inequívoco líder de la izquierda, cuyo radicalismo verbal espantó inicialmente a los sectores empresariales y dirigentes. Debe su victoria sobre todo al apoyo de las clases medias, hartas de la corrupción de sus gobernantes, la extensión de la violencia a manos del narcotráfico y las enormes desigualdades sociales. Tras su éxito electoral, el establishment mexicano ha vuelto a la cargada, movimiento consistente en una aproximación apresurada y sin matices al poder presidencial emergente, cualquiera que hubiera sido antes su opinión o actitud. Notables empresarios mexicanos, también algunos españoles, intelectuales y comentaristas que lideraron auténticas conspiraciones contra el mandatario durante la campaña electoral, lo adulan hoy públicamente sin matices, a la espera de sus favores o su benevolencia.

Contra la aprensión y los temores de quienes aseguraban que López Obrador sería un nuevo Maduro, es seguro que si tuviera que elegir un modelo de liderazgo se inclinaría más bien por el de Lula, aunque la fuerte personalidad del mexicano no le permite emulaciones de ningún género. Y es Lula, precisamente, pese a estar en prisión cumpliendo sentencia por corrupción pasiva, el candidato con mayor popularidad en las encuestas con vistas a las próximas elecciones brasileñas. Sea él quien acabe por presentarse en las listas del PT o el exalcalde de São Paulo, Fernando Haddad, el partido del antiguo presidente parece por el momento el único capaz de parar los pies al neofascista Bolsonaro, que goza del apoyo de los militares. La inestabilidad política brasileña que emergió del impeachment contra Dilma Rousseff, considerado por muchos como un auténtico golpe de Estado, no ha doblegado del todo la poderosa economía del país, pero una victoria del candidato de la ultraderecha constituiría un golpe letal para la democracia en la región.

Ojalá el Gobierno abandone la equidistancia frente a los asesinatos y las torturas de los caudillos caribeños

Estas son las noticias de América que la prensa publica y la clase política española apenas lee, salvo en el caso de los gurús de la democracia bolivariana. Lula, o su representante, y López Obrador constituyen una garantía de progreso democrático, y un contrapeso formidable frente a los oprobiosos regímenes de Venezuela y Nicaragua. Ojalá el actual Gobierno de Madrid, por efímero que sea, abandone las equidistancias frente a las torturas y los asesinatos de los nuevos caudillos caribeños y acompañe y tutele activamente la aventura y el riesgo de la iniciativa privada española en la América Latina renovada.

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