Carta de amor (con lágrimas de emoción) al último Blockbuster sobre la tierra
La cadena más poderosa de alquiler de películas tuvo 9.000 establecimientos. Ya solo queda uno. Así es como los videoclubs marcaron a millones de personas
Queda un Blockbuster en Estados Unidos. Está en Bend (Oregón), una región de 80.000 habitantes que nunca ha sido tan famosa como ahora que los otros dos establecimientos de la franquicia que quedaban en Alaska (el estado con las noches más largas, los inviernos más gélidos y el wi-fi más lento) han echado el cierre. Fracasa así la iniciativa del presentador John Oliver, que compró varios objetos subastados por el actor Russell Crowe para celebrar su divorcio (una coquilla de cuero de Cinderella Man, una capucha de Robin Hood y un chaleco de Los miserables), para exponerlos en esos dos videoclubs de Alaska, atraer la curiosidad del público y salvar ambos negocios de la quiebra.
En realidad, aquella estrategia romántica convirtió a esos dos penúltimos videoclubs en lo que ya eran: un museo. Una reliquia de otra época. Su fundador, Wayne Huizenga, falleció en marzo de este año, de modo que no ha tenido que vivir para ver su revolucionaria idea extinguirse como ocurre con todas las revoluciones.
El primero en rendirse por agotamiento en esta batalla ha sido el otrora gigante Blockbuster. Y esos insignificantes videoclubs de familia, que la megaempresa no tuvo reparos en liquidar, van a sobrevivirla. Un final heroico digno de una película de las que venían en dos cintas
Blockbuster nació en 1984 y creció hasta alcanzar su cima 20 años después con más de 9.000 establecimientos en todo el mundo (en España algo más de 100 tiendas). Por el camino canibalizó un modelo de negocio, el de alquiler en películas en VHS, al ofrecer docenas de estrenos a un precio más barato que los videoclubs locales: en sus estanterías se apilaban solo películas comerciales, una estrategia que exterminó al videoclub tradicional, ese que combinaba superproducciones con clásicos difíciles de encontrar y cine minoritario.
El género del blockbuster fue bautizado por la prensa cinematográfica en 1975 (con el estreno de Tiburón, que revolucionó la forma de consumir cine y lo convirtió en un evento) en honor de una bomba utilizada durante la Segunda Guerra Mundial con la capacidad de arrasar edificios enteros en vez de objetivos de nicho. Casi una década después, la cadena de videoclubs tomó prestado el término para dar a entender que su impacto era igual de masivo. Ofrecían solo las películas que todo el mundo quería ver.
Los videoclubs crearon, moldearon y alimentaron la cinefilia de dos generaciones distintas. También convirtieron la aproximación al cine en un ritual: caminar hacia el establecimiento, pasear entre sus estanterías, leer las sinopsis, comprobar que todas las copias de la película que habías ido a buscar estaban alquiladas, preguntar al dependiente si por casualidad acababan de devolver una copia y, derrotado, alquilar otra distinta.
Pero quizá ese segundo plato era una obra maestra. Quizá acabase siendo tu película favorita. A principios de los 90, las distribuidoras comenzaron a eliminar las ventanas de alquiler (un periodo de unos ocho meses durante el cual la película solo estaba disponible para alquilar, no para venta) para sacar el máximo partido de sus fenómenos: se dieron cuenta de que la gente no quería alquilar Pretty woman, Solo en casa o Ghost, sino comprarlas y verlas sin parar.
Porque la industria del vídeo tenía su propia identidad. Fracasos en las salas acababan dando enormes beneficios en VHS (Cadena perpetua, Showgirls, Austin Powers), Disney lanzaba sus clásicos en calidad de evento (con el nada eventual precio extraordinario de 2.995 pesetas, unos 18 euros) y las películas importantes, y por lo tanto larguísimas, venían en dos cintas: La lista de Schindler, Bailando con lobos...
O Titanic, cuya expectación hizo que Blockbuster abriese a las doce de la noche para empezar a venderla y acabó superando a Independence Day (con aquella edición cuya portada mostraba la Casa Blanca en su estado normal o en llamas según la perspectiva desde la cual la mirases), como el vídeo más vendido de la historia. Incluso las estrellas brillaban durante más tiempo en el videoclub que en el mundo real: Jean-Claude Van Damme o Demi Moore siguieron causando sensación y agotando existencias de VHS mucho después de perder su atractivo en las salas de cine.
España descubrió que poner un trozo de celo en el agujero frontal de una VHS permitía que la cinta fuese regrabada, un truco que puede ser entendido como el antecedente de los 'hackeos'
La cinta de vídeo se convirtió en parte de la vida de todo el mundo. En las cintas vírgenes se grababan programas de televisión, se conservaban recuerdos familiares como vacaciones, comuniones y representaciones de fin de curso, y España descubrió que poner un trozo de celo en el agujero de su frontal permitía que cualquier cinta fuese regrabada, un truco que puede ser entendido como el antecedente de los hackeos. (Aunque esto significase que todo el mundo viviese con miedo a ir a ver algo y que algún familiar hubiese grabado encima). El calado del VHS fue tan global que el último reproductor se fabricaría el 27 de julio de 2016, 17 años después de que el DVD comenzase a jubilar a su padre analógico.
El DVD alargó artificial pero vigorosamente la vida del formato doméstico. Ofrecía más calidad audiovisual, mayor resistencia (¿cuántas películas nos acostumbramos a ver con rayitas por culpa del vídeo?) y la posibilidad de esclarecer de una vez por todas si Sharon Stone llevaba o no ropa interior en la escena del interrogatorio de Instinto básico, otro clásico a 2.995 pesetas que millones de espectadores detuvieron utilizando la técnica del pause-pause-pause para desvelar el misterio. Con el DVD, Blockbuster alcanzó su apogeo comercial
Hoy no elegimos las películas, sino que ellas nos eligen a nosotros. Un algoritmo decide qué es lo que nos puede interesar y, si tras media hora dando vueltas por la plataforma digital no nos convence ninguna, acabaremos recurriendo a una serie
Y entonces llegó internet.
La implementación del acceso a internet en todos los hogares, su creciente velocidad de ancho de banda y los DVD vírgenes en los que cabían seis películas (y de los cuales la gente comenzó a acumular tarrinas enteras con más cine del que podrían ver en toda su vida) hicieron que la picaresca rechazase pagar entre dos y tres euros por poseer una película durante solo 24 horas. El público medio dejó de ser exigente y comenzó a descargarse grabaciones cochambrosas de cine donde se veían las cabezas de otros espectadores levantándose para ir al lavabo y el público cinéfilo encontró en internet un catálogo infinito de todo ese cine minoritario que Blockbuster no ofrecía. En 2010, la empresa se declaró en bancarrota.
¿Y qué pasó con el resto de videoclubs? En España quedan 450 y el más antiguo de todos, el Video Instan de Barcelona, se resiste a la eutanasia. Aurora Depares, que heredó el negocio fundado en 1979 por sus padres, acaba de trasladarlo a Vilaromat 239 transformándolo en cafetería, videoclub y mini cine. Para ello solicitó donaciones: recibió 638 aportaciones (entre ellas, la del director Juan Antonio Bayona o la de un hombre que apadrinó una butaca en el mini cine para su futura esposa como regalo de bodas) y un total de 40.112 euros. Con más de 44.000 películas, su catálogo duplica el de todas las plataformas digitales juntas.
“Los que vienen al local nuevo y creen que acabo de abrir un videoclub me deben de tomar por loca”, explica Aurora Depares. “Tenemos clientes que nunca han dejado de venir al videoclub, otros que lo compaginan con plataformas porque buscan películas concretas que no están disponibles en ellas y familias que vienen con niños porque les gusta ver las carátulas, tocarlas, mirar los dibujos y elegir así la película”, asegura Depares.
“Tenemos clientes que nunca han dejado de venir al videoclub, otros que lo compaginan con plataformas y familias que vienen con niños porque les gusta ver las carátulas, tocarlas, mirar los dibujos y elegir así la película”
Una clienta aseguraba el día de la reapertura que son los últimos románticos. “Mucha gente viene buscando películas españolas o catalanas porque salía su abuelo o están rodadas en su pueblo. Otros nos piden que les recomendemos una película, lo cual es un valor añadido porque a veces hasta hacemos de psicólogas. Hay clientes que traían a sus hijos y luego ellos han acabado trayendo a sus hijos”, cuenta Depares.
Hoy no elegimos las películas, sino que ellas nos eligen a nosotros. Un algoritmo decide qué es lo que nos puede interesar y, si tras media hora dando vueltas por la plataforma digital no nos convence ninguna, acabaremos recurriendo a una serie. Ahora la población se va concienciando de pagar por contenido audiovisual, pero quizá sea tarde para los videoclubs.
Sin duda es tarde para el VHS, cuyos millones de copias (la mayoría compradas como primera entrega de coleccionables en los quioscos) viven apiladas en la casa de nuestros padres sin que nadie sepa muy bien qué hacer con ellas. En plena fiebre retro-nostálgica, el VHS es lo único de los 90 que nadie echa de menos. Quizá algún día Pixar haga una película titulada Videocasetes en la que una pandilla de cintas VHS se pregunte por qué sus queridos dueños ya no las sacan de la caja. Hasta entonces, nadie se acordará de ellas.
El primero en rendirse por agotamiento y falta de abastecimiento en esta batalla ha sido el otrora gigante Blockbuster. Y esos insignificantes videoclubs de familia, que la megaempresa no tuvo reparos en liquidar, van a sobrevivirla. Un final heroico digno de una película de las que venían en dos cintas.
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