El ascensor
Mi padre nos decía que un plato de sopa no nos iba a faltar siempre que estudiáramos, aunque peináramos canas
Mi padre nació en 1940, “el año del hambre”, tal y como nos martilleaba a su prole en cuanto le hacíamos algún dengue a lo que mi madre nos ponía de comer a sus cuatro criaturas. En mi casa no se dio nunca un guantazo a ningún crío ni se bendijo jamás una mesa, pero la comida era más sagrada que todas las hostias de todos los sagrarios juntas. Así, había que comérselo todo, y todo con pan, además, porque comer sin pan no era comer, sino destrozar, galguear y tirar los cuartos. Sí, el hambre de niño hizo mella en la conciencia de mi padre y le dejó grabado de tal manera el síndrome de la posguerra en el cerebelo que, hasta sus últimos años, cuando podía comer hasta hartarse jamón del bueno sin pan ni hostias, consideró unas sopas de ajo, unas patatas viudas o una sardina salada de las de rodete como el colmo de las delicias gastronómicas.
El recuerdo de las privaciones no le afectó nunca, sin embargo, a la hora de escatimar en libros, lapiceros, libretas o cualquier cosa precisa para que sus hijos estudiaran. Un plato de sopa no nos iba a faltar siempre que estudiáramos, aunque peináramos canas, nos decía, ante nuestros ojos en blanco de ya está el viejo con sus batallitas del Ebro. Con el tiempo, llegamos a un acuerdo justo. Él me hacía primorosamente las maquetas de periódico de las prácticas de mi carrera de periodismo, y yo le daba clases de senos, cosenos y tangentes para que aprobara sus exámenes de ascenso en su tajo de conductor de aeropuerto. Así, a él le subían el sueldo, y a mí se me abrían puertas que él ni siquiera vio de lejos. Eran otros tiempos. O quizá no tanto. Por eso me emocionó hasta el tuétano ese vídeo en el que una estudiante paraguaya se presenta vestida de gala en la obra a entregarle a su padre albañil su diploma de licenciada. Esos hombres son de otra pasta. No añoro aquellos días. No es memoria histórica, sino memoria a secas. No es nostalgia, es justicia.
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