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Columna
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El traslado y la negociación

Acercar los presos a sus casas es algo habitual: no es un privilegio ni una concesión

Traslado de Oriol Junqueras, Raül Romeva, Jordi Sànchez y Jordi Cuixart a la prisión de Lledoners.Vídeo: Albert García (EL PAÍS) / ATLAS
Josep Ramoneda

En situaciones de equilibrio precario, todo lo que se mueve inflama. El traslado de los dirigentes independentistas a cárceles de Cataluña se ha convertido en un acontecimiento. Acercar los presos a sus casas es algo habitual: no es un privilegio ni una concesión. Pero obviamente son presos con etiqueta política y han vuelto los remolinos a unas aguas ya de por sí agitadas.

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En Cataluña se revive el sentimiento de injusticia. Las encuestas confirman que la inmensa mayoría de los ciudadanos (cerca del 80 por ciento) no entiende que estén en la cárcel. Y los sectores más radicales desafían al gobierno catalán: ¿cómo puede ser la Generalitat carcelera de sus héroes? La propia pregunta debería ser un toque de realismo incluso para los que la formulan. La Generalitat es también el Estado en Cataluña. Y la proclamación republicana quedó en verbalización de un deseo.

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Pero al otro lado, el traslado irrita y augura tiempos difíciles. Oportuno como siempre, Aznar ha puesto deberes a los suyos: "hay un golpe de Estado sin desarticular". Y el PP, cuyas primarias confirman que Rajoy dejó un solar, y Ciudadanos se apuntan al ruido: Sánchez paga la investidura y pone a los golpistas bajo el control de sus herederos.

Con lo cual, si se quieren evitar las frustraciones, la actitud proactiva en la reconstrucción de la vía política deberá ir acompañada de la prudencia, una virtud muy Ilustrada, porque en su base es racional y crítica. El inmovilismo cosifica. La tentación de instalarse en la confrontación verbal y la desconfianza crónica, dejando que la situación de impasse se convierte en normal, es destructiva para todos y especialmente para la política. Su propia legitimidad depende de la capacidad de encontrar salida a un conflicto muy enquistado. Es decir, de la construcción de un nuevo consenso para que cada cual pueda intentar avanzar hacia dónde quiera con reglas compartidas.

Y no es fácil. En el independentismo, la estrategia de la confrontación hermana al populismo de derechas en torno a Puigdemont, a la ANC y a la CUP, cumpliendo el principio de Umberto Eco de que el mundo es redondo y los extremos se tocan. Es en la zona central del Pdecat, de tradición posibilista, y en el universo socialdemócrata de Esquerra y su entorno, que se apuesta por la negociación. El presidente Torra tendrá que mojarse. El presidente Sánchez pretende tumbar el inmovilismo patriótico y apostar por la vía política. Cuenta con Podemos, pero la derecha sigue en términos de vencedores y vencidos. ¿Es posible que una y otra parte elabore el duelo a tiempo y pasen de tratarse cómo represores y golpistas a reconocerse cómo interlocutores? ¿O seguiremos instalados en la fantasía de la rendición incondicional del adversario? El más lúcido ha sido un preso, Jordi Sánchez: negocien sin que nuestra situación condicione la agenda.

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