Nostalgia del dedazo
Si el proceso de primarias suscitaba alguna pasión a los populares, han logrado disimularlo muy bien
El Partido Popular por fin liquida hoy la campaña de las primarias que, desde el primer día, parecían estar deseando que acabase. Si el proceso les suscitaba alguna pasión, han logrado disimularlo muy bien. Como contagiados por el juego de la selección española, o viceversa, han mostrado poca combatividad abusando de la retórica plana del tiquitaca, con el juego horizontal previsible de las mil frases hechas sin el vértigo de aventurarse entre líneas, renunciando a todo riesgo. El dato de inscritos para votar, apenas equivalente a sus candidatos en las listas de 2015, remató el clima de hastío resignado. Si el PP no interesa ni siquiera a su militancia, ¿qué podían hacer ellos? Pronto se intuyó la nostalgia del dedazo.
El PP, aun sin haberse enfrentado a la experiencia traumática de matar al padre, sí que ha sufrido el desamparo de la orfandad tras la elegante huida de Mariano Rajoy a Santa Pola a inscribir escrituras en el registro y tomar suflés de helado de turrón sin más tensión que las portadas del Marca o el AS. La voluntad tutelar de Aznar no ha tenido éxito –aunque saliera de la reserva activa a conceder entrevistas y lanzar titulares– e incluso Cospedal ha llegado a usar el aznarismo para desacreditar a Casado. En realidad, a pesar de sus tabletas de abdominales, Aznar va sonando a abuelo cebolleta. Y esa falta de autoridad ha pesado. Se diría que todos hubieran preferido que la apuesta de Feijóo cuajase, con un dedazo de los de toda la vida como Dios manda –nada más conservador– para evitarse este aquelarre tedioso.
El escenario, en su descargo, no era favorable. La herencia recibida, ese mantra que tanto les sirvió para justificar su gestión poco coherente tanto en 1996-2000 tras el felipismo como en 2011-2015 tras el zapaterismo, ahora es un asunto interno. Tienen los lastres del marianismo muy frescos, mientras el nuevo Gobierno aún disfruta del brillo del estreno. Cada vez que un candidato anunciaba “la corrupción no puede tener cabida en el PP” parecía un gag al que le seguirían risas enlatadas. Las críticas al vodevil de RTVE, el único Ministerio reclamado por Pablo Iglesias haciendo honor a sus convicciones, resultan inocuos tras la ocupación impúdica del ente público con Rajoy. Sobre el acercamiento de presos de ETA, les frenaría recordar que Aznar ya acercó a más de un centenar y con la banda en activo. Incluso apenas han puesto el grito en el cielo por la gestión de Cataluña, atenazados por sus fracasos. Con tanto perfil bajo, los discursos solo podían ser planos.
La incógnita es Cospedal. Hay sondeos informales en los medios que le auguran un resultado catastrófico, pero esa clientela no vota. Y resulta imprevisible el efecto de la presión interna. No hay que sobrevalorar el arrastre de los dirigentes territoriales, como ya se comprobó en las primarias socialistas, pero en el PP hay una tradición de verticalismo que impide calcular el impacto de esos comisarios. Las denuncias en Madrid delatan que al menos la candidatura de Cospedal ha puesto a los suyos a trabajar; y si ella fracasa mañana, no van a resignarse al Sorayato. De momento el desenlace es incierto, porque la apuesta tercerista de Casado parece haber cuajado, para empeorar las sensaciones en un partido donde nunca han gustado las incertidumbres. Es fácil deducir que la mayoría cruzará los dedos para que alguien alcance la cota difícil del 50% –Sáenz de Santamaría es favorita– y esto acabe por la vía rápida, sin ir al congreso a dirimir el duelo en un pasteleo de los compromisarios que representan a los 800.000 militantes inexistentes.
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