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LA BRÚJULA EUROPEA
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Los “deplorables” buscan revancha y refugio

La definición despectiva que Hillary Clinton hizo de quienes apoyan propuestas ultra simboliza los errores que han dado alas a una derecha extrema que impugna el sistema

Marine Le Pen
Marine Le Pen hace campaña en un mercado en Henin-Beaumont, en el norte de Francia, el pasado día 14.Sarah Meyssonnier (REUTERS)
Andrea Rizzi

En septiembre de 2016, dos meses antes de las elecciones presidenciales de Estados Unidos, la candidata Hillary Clinton dijo lo siguiente: “a brocha gorda, puedes colocar una mitad de los seguidores de Donald Trump en la cesta de los deplorables”. Luego aclaró el significado: “racistas, sexistas, homófobos, xenófobos, islamófobos. Desafortunadamente hay gente así. Y él los ha envalentonado”. Poca duda cabe de que hay gente así y que políticos como Trump la envalentona, pero poca duda cabe de que fue un inmenso error político colocar a la ligera esa insultante etiqueta en nada menos que la mitad del bando adversario. El episodio es una interesante base de partida para el análisis de un fenómeno que, según los sondeos, va a tener en Francia este domingo otro estallido: el voto antisistema de un amplio segmento de las sociedades occidentales que siente que el sistema ha pasado de ellos y los considera unos palurdos.

Trump ganó, y puede volver a ganar, con una heterogénea coalición de élites obscenamente ricas que no quieren pagar impuestos, republicanos de clase media de toda la vida y luego la movilización de un conjunto de ciudadanos que se quedaron descolgados en la época globalizada: los perdedores de la era moderna. Esta época ha creado en Occidente vencedores —multinacionales, individuos muy cualificados, políglotas, profesionales activos en sectores internacionalizados— y vencidos —pequeños comercios, trabajadores del sector manufacturero deslocalizado, de minas cerradas, personas con pocos estudios, residentes en zonas periféricas, precarizados de varios tipos, etc.— Este segmento poblacional, que en otros tiempos tal vez se abstenía o podría haber votado a la izquierda, se ha alineado en enorme medida con propuestas de ultraderecha soberanista, como la de Marine Le Pen.

La propuesta progresista de protección a través del Estado de bienestar podría parecer un refugio natural para estas personas. Pero no lo ha sido porque los partidos progresistas tradicionales han sido considerados corresponsables del sistema globalizado que coincidió, para estos votantes, con pérdidas de empleos, precarización, desorientación cultural. Y, además, porque los polos conceptuales de referencia en el eje derecha/izquierda ya no son libre mercado/bajos impuestos frente a justicia social. Los polos conceptuales se definen hoy en el eje identitario: derecha tradicionalista frente a izquierda modernizadora, abanderada de sectores en riesgo de discriminación —por razones de género, preferencia sexual, origen, etc.—. Y, en ese paradigma, los vencidos de la nueva era optan por la versión más radical de lo primero, en sintonía con la nostalgia por un tiempo y circunstancias que perciben fueron más favorables para ellos. Claro que entre ellos los hay sexistas, racistas e incluso fascistas. Pero llamarles deplorables a brocha gorda es un craso error no solo por falta de respeto, sino porque evidencia el fallo de desconexión y superioridad moral que ha enajenado esos sectores haciendo de ellos impugnadores del sistema.

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Estas personas tienen motivos reales para estar insatisfechas. Son muchos los lugares donde hay clases medias y bajas precarizadas, donde la desigualdad se hace indignante, donde el trabajo ya no da para una vida en condiciones serenas. Desafortunadamente, políticos sin escrúpulos han aprovechado sus quejas, temores y resentimientos, los han hipnotizado y les han vendido un diagnóstico distorsionado y unas recetas disparatadas.

En cuanto a la diagnosis, ni la migración ni la diversidad de identidades son causas de los problemas de esas personas. La base del problema reside en un capitalismo depredador que olvidó que la cohesión social es un prerrequisito esencial de estabilidad democrática —virtud que le conviene al capitalismo también—; en una globalización mal gobernada, que ha producido inmensas ganancias para algunos y serias dificultades para otros que no han podido adaptarse bien al nuevo mundo; en revoluciones tecnológicas que dejan descolgados a algunos, y más lo harán con la irrupción de tecnologías como la IA, que provocará un enorme tumulto en los mercados laborales. Los problemas son esos, no los migrantes, ni el avance en el reconocimiento de derechos o de identidades no mayoritarias. Pero cargar contra estas cosas ha sido un cómodo grito de batalla para cerrar filas, lograr apoyos —y desviar la mirada del problema real—. Lo hizo Trump, que luego aprobó una reforma fiscal que favoreció a los más ricos y fastidió al 50% más pobre; lo hicieron los conservadores brexiteros en el Reino Unido tras implementar años de recortes feroces. El problema británico es la cohesión social y territorial interna, no los trabajadores que venían de la UE, ni las normas del mercado común.

En cuanto a las recetas, la premisa es que las ultraderechas occidentales tienen planteamientos muy diferentes. En algunos casos son ultraliberales y es evidente que les importan un pimiento las clases trabajadoras —el caso de Trump, Vox y muchos otros—. En otros casos, como el PiS polaco o el Reagrupamiento Nacional francés, sí hay una mayor propensión a programas de protección social. Pero, por lo general, coinciden en el soberanismo, el proteccionismo, en planteamientos sociales y medioambientales retrógrados. Nada de ello ofrecerá soluciones. Las ofensivas proteccionistas desatan represalias, y la espiral suele conducir a mayores precios. En Europa, el soberanismo significa la merma del mejor instrumento para proteger a los ciudadanos europeos en el mundo moderno: la UE. Los ultras ya no piden salir de ella o de la zona euro —en el fondo, entienden…— pero ponen palos en las ruedas de la integración.

Todo apunta a que las elecciones británicas que se celebran en unos días representarán la ruptura del espejismo, de esa suerte de hipnosis. Tras años de gestión desastrosa, los sondeos indican que el péndulo regresará a la casilla de una socialdemocracia centrista. Otras veces —Trump, Bolsonaro, el PiS— el péndulo se dio la vuelta tras malas gestiones. Pero a veces por los pelos, sin romper el hechizo. E incluso cuando se rompe, nada impide que en el futuro otro sonador de flauta mágica vuelva a hipnotizar.

Lo único que puede conseguirlo es una gran tarea reformista que gobierne capitalismo, globalización, revolución tecnológica de una manera que atenúe sus aspectos más negativos. El pasado no fue idílico, e incluso si lo hubiese sido, la vuelta no es posible. No es posible tampoco, ni conveniente, revertir la globalización o la integración europea. Hay que mejorarlas.

En esa complicada labor, hay que escuchar bien las quejas de todos, evitar la tentación de la superioridad moral. Detrás de la heterogeneidad de las ultraderechas occidentales hay votantes de distinta índole. Pero, casi siempre, un segmento clave es ese, el de los descolgados por el tiempo moderno. Le Pen va fuerte en la clase trabajadora, en la Francia profunda. Peor en las urbes, entre las clases con estudios. El Brexit también se impuso en los anteriores, perdió en los segundos. Trump, igual.

A veces no se hallan en condiciones materiales extremadamente complicadas. Francia, por ejemplo, tiene uno de los Estados de bienestar más generosos del mundo. La presidencia de Macron, además, ha tenido resultados positivos: se han creado dos millones de empleos, la pobreza se ha contenido, la economía se ha dinamizado. Pero las cifras macro no llegan igual a todos los hogares, y para sentirse insatisfechos, indignados con el sistema, amenazados por migrantes, no hace falta hallarse en una situación extrema. Algunos expertos apuntan al concepto de ansiedad de estatus. Personas que no estaban ni están en el último escalón social, pero que experimentan dificultades, padecen incertidumbres, ven el riesgo de deslizarse por la pendiente, que sus hijos no tienen un horizonte luminoso. Son bastantes. Llamarles deplorables, o fachas, no es la solución. Levantarán con aún más ira el dedo medio que ya vienen enseñando hace rato. Polarizar tampoco lo es: se incrustarán en sus posiciones.

Es necesaria una paciente, inteligente, contenida labor de construcción del refugio que buscan en medio de un oleaje que no saben gobernar. Una labor que desactive su indignación y ganas de revancha. En Europa, es la UE el instrumento que mejores respuestas puede proporcionar, no los Estados nación, y es por eso —además de mil otros motivos— por lo que el avance de las ultraderechas soberanistas es la peor de las noticias para los ciudadanos en posición frágil que las votan.

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Sobre la firma

Andrea Rizzi
Corresponsal de asuntos globales de EL PAÍS y autor de una columna dedicada a cuestiones europeas que se publica los sábados. Anteriormente fue redactor jefe de Internacional y subdirector de Opinión del diario. Es licenciado en Derecho (La Sapienza, Roma) máster en Periodismo (UAM/EL PAÍS, Madrid) y en Derecho de la UE (IEE/ULB, Bruselas).
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