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CARTA DESDE EUROPA 'EL PAÍS'
Tribuna
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El supremacismo catalán

España es una democracia intentando no sucumbir a políticos populistas cuya solución es siempre culpar de sus problemas a otros

El presidente de la Generalitat, Quim Torra, en el pleno del Parlament.
El presidente de la Generalitat, Quim Torra, en el pleno del Parlament.Albert Garcia (EL PAÍS)
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Torra’s unnerving Catalan supremacism

El president Quim Torra ha calificado a los castellanohablantes como “bestias con forma humana; carroñeros, víboras, hienas”. También ha acusado a España de no haber exportado nunca nada más que “miseria, material y espiritualmente hablando”. Todo ello le ha valido la denuncia de SOS Racisme Catalunya.

Su predecesor, Carles Puigdemont, alimentó el mito de “España nos roba” al sostener que todos los problemas de Cataluña se resolverían si cada familia catalana dejara de enviar todos los años 10.000 euros al resto de España. Y antes que él, Artur Mas justificó las aspiraciones del independentismo sobre la suposición de que el ADN de los catalanes es más germánico y menos romano que el del resto de los españoles.

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El supremacismo estuvo también latente en Jordi Pujol, que retrató al andaluz como un “hombre anárquico que vive en un estado de ignorancia y miseria cultural, mental y espiritual”. Su estrategia de victimización fue denunciada en 1981 por Josep Tarradellas. Pujol, dijo Tarradellas, trataba de “ocultar el fracaso de toda una acción de Gobierno y de la falta de autoridad moral de sus responsables” mediante la utilización de “un truco muy conocido y muy desacreditado, es decir, el de convertirse en el perseguido, en la víctima”.

La estrategia del victimismo del nacionalismo catalán ha llegado a su apogeo al pretender convencer al resto del mundo de la existencia de una nación oprimida

Hoy, algo más de 40 años después del regreso de Tarradellas, la estrategia del victimismo del nacionalismo catalán ha llegado a su apogeo al pretender convencer al resto del mundo de la existencia de una nación oprimida (Cataluña) por un Estado autoritario (España) en el corazón de la Europa democrática. Pero los datos no avalan esa tesis. El PIB per cápita de Cataluña, que tiene el 16% de la población y representa el 19% del PIB, es de 29.936 euros (2017) frente a la media de 24.999, así que es lógico que contribuya a las arcas comunes con más de lo que recibe. Y el catalán es entendido por el 95,2% de los catalanes y hablada por el 73,2%. Fuera de España, ni el Consejo de Europa, ni la Unión Europea, la OSCE, la Comisión de Venecia, Human Rights Watch o Amnistía Internacional han denunciado o expedientado al Gobierno español por negar a Cataluña su autogobierno, lengua, identidad o cultura.

El etnicismo del movimiento independentista, que oculta una gran reacción de la Cataluña del interior y más pudiente frente a la inmigración proveniente del resto de España, es hoy el gran elefante en la habitación del que nadie quiere hablar. Los estudios demuestran que el apoyo a la independencia entre los funcionarios del sector público y las rentas superiores a 2.400 euros al mes casi duplica al que se registra entre las personas que ganan menos de 900 euros al mes y están desempleadas. Y también que el apoyo a la independencia es del 75% entre los que tienen cuatro abuelos nacidos en Cataluña, pero solo del 12% entre que nacieron fuera. ¿Cómo explica el independentismo que ninguno de los apellidos de los 13 consejeros nombrados por el nuevo presidente esté entre los 13 apellidos más comunes de Cataluña?

A raíz de la crisis catalana ha sido frecuente entre los observadores extranjeros recurrir a las explicaciones basadas en el pasado franquista y la opresión sufrida por Cataluña durante la dictadura. Sin embargo, esa explicación olvida un hecho clave: que hasta la llegada de la ola populista global asociada a la crisis financiera de 2008, el independentismo fue marginal en Cataluña y los partidos que lo defendían no superaron el 10% de los votos hasta el año 2003. Pero después de 2008, sea en España, Francia, Italia, Reino Unido, Alemania, Estados Unidos, Hungría o Polonia, ha sido mucho más fácil para los políticos oportunistas explotar los sentimientos nacionales que gestionar la economía y los servicios públicos o rendir cuentas por la corrupción, rampante entre los Gobiernos nacionalistas catalanes. Cuando uno es más rico, librarse de los pobres y los inmigrantes puede parecer una solución fácil, aunque para ello se rompa la convivencia.

Tristemente, el nacionalismo xenófobo y excluyente, un viejo conocido de Europa, ha vuelto. España, pese al discurso de los independentistas catalanes, no es diferente ni peor que el resto de sus vecinos europeos: es simplemente una democracia más intentando no sucumbir a políticos y políticas populistas cuya solución es siempre culpar de sus problemas a otros. Lo último que necesita Europa es añadir a la Hungría de Orbán, la Italia de Salvini o la Polonia de Kaczynski, la Cataluña xenófoba de Torra y Puigdemont.

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