_
_
_
_

Como un tomate

El rubor te inhabilita a la hora de ocultar un sentimiento, aunque nunca está del todo claro cuál lo provoca

Rafael Sánchez Ferlosio investigó el rubor como expresión, pero al posar en zapatillas de cuadros lo hizo también como experiencia.
Rafael Sánchez Ferlosio investigó el rubor como expresión, pero al posar en zapatillas de cuadros lo hizo también como experiencia.Raúl Cancio
Elsa Fernández-Santos

Me ruborizo desde niña y nada ha logrado aplacar ese incontrolado flujo de sangre que enciende mi cara en los momentos más inoportunos. Parafraseando unas declaraciones recientes de Rafael Sánchez Ferlosio, escritor que ha indagado en las paradojas del rubor como expresión disfuncional, lo que más he sentido en mi vida es vergüenza. El rubor te inhabilita a la hora de ocultar un sentimiento, aunque siempre te queda un as en la manga: nunca está del todo claro cuál lo provoca. En cualquier caso, un obstáculo más para manejarse en el presente, tan cómodo en el fango de los insultos como en la piscina de los halagos. Dos caras de una misma y sonrojante moneda.

Durante años tuve una postal colgada en mi cuarto con una de esas máximas patéticas y grandilocuentes: “Mejor ponerse colorado una vez que ciento amarillo”

En la lista de cosas prohibidas de mi infancia estaba, además de lo obvio, presumir en público y ser pelota con los profesores. En realidad, a los mejores profesores tampoco les gustaban los niños que les daban coba. La palabra vergüenza estaba muy presente en nuestras vidas y el exceso de protagonismo era cosa de perdedores, nadie quería ser el empollón de la clase ni el favorito del tutor. Nadie quería ser perfecto. Hace pocos días llegó a mi teléfono un vídeo promocional del centro, embarcado en celebrar sus 50 años de vida en España. Los protagonistas eran algunos viejos alumnos considerados triunfadores, es decir, altos cargos con sueldazos y poder. Afortunadamente incluyeron a una primorosa violonchelista. El vídeo provocó la ira de muchos antiguos alumnos, algunos incluso decidieron quejarse ante lo que consideraban una traición al espíritu de un colegio que tuvo mucho de experimento en el contexto de la transición. En la protesta se le recordaba a la actual directora que precisamente allí nos habían enseñado que triunfar era una cosa muy diferente a lo que destilaba el vídeo. Incluso circuló la idea de hacer un contraanuncio “donde se vea el punto de ingenio, locura y ganas de romper con todo que nos enseñaron”, decía uno de los mensajes. Como todo lo loco y divertido, la airada respuesta se quedó en el típico brindis al sol del domingo por la tarde. “No perdáis el tiempo, les importa un rábano la felicidad, la creatividad y la diversidad”, sentenció otra de mis compañeras de clase.

Jamás le dije a mi profesor favorito, Mr. Smith, lo importante que era. Bajo su tutela dedicamos un año de estudio a El guardián entre el centeno. A la mayoría nos entusiasmaba su programa, a mí en concreto me abrió las puertas a una forma de estar en el mundo, para otros centrarse durante meses en un mismo libro era una pérdida de tiempo. Años después, descubrimos que Mr. Smith se había retirado a la costa de Almería, donde regentaba un pub con su mujer, también exprofesora. Un día, ya adulta y de vacaciones por la zona, me tomé la molestia de buscar y encontrar su negocio. Ella estaba en la barra y él, rubio, con su bigote gigante y su aura de estrella de rock sinfónico, salía de una puerta trasera. No me atreví a cruzar el umbral para presentarme. Había llegado hasta allí y con eso me bastaba, o eso me repetía para justificar la inacción causada por la vergüenza. Durante años tuve una postal colgada en mi cuarto con una de esas máximas patéticas y grandilocuentes: “Mejor ponerse colorado una vez que ciento amarillo”. Si alguna vez tuvo sentido, fue el día en que el periodista Ángel Sánchez Harguindey me presentó en su despacho de El País a Ferlosio. Burlón, Harguindey no pudo evitar la broma: “Te va a encantar conocerla, se pone siempre colorada”.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Sobre la firma

Elsa Fernández-Santos
Crítica de cine en EL PAÍS y columnista en ICON y SModa. Durante 25 años fue periodista cultural, especializada en cine, en este periódico. Colaboradora del Archivo Lafuente, para el que ha comisariado exposiciones, y del programa de La2 'Historia de Nuestro Cine'. Escribió un libro-entrevista con Manolo Blahnik y el relato ilustrado ‘La bombilla’

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_