Como un tomate
El rubor te inhabilita a la hora de ocultar un sentimiento, aunque nunca está del todo claro cuál lo provoca
Me ruborizo desde niña y nada ha logrado aplacar ese incontrolado flujo de sangre que enciende mi cara en los momentos más inoportunos. Parafraseando unas declaraciones recientes de Rafael Sánchez Ferlosio, escritor que ha indagado en las paradojas del rubor como expresión disfuncional, lo que más he sentido en mi vida es vergüenza. El rubor te inhabilita a la hora de ocultar un sentimiento, aunque siempre te queda un as en la manga: nunca está del todo claro cuál lo provoca. En cualquier caso, un obstáculo más para manejarse en el presente, tan cómodo en el fango de los insultos como en la piscina de los halagos. Dos caras de una misma y sonrojante moneda.
Durante años tuve una postal colgada en mi cuarto con una de esas máximas patéticas y grandilocuentes: “Mejor ponerse colorado una vez que ciento amarillo”
En la lista de cosas prohibidas de mi infancia estaba, además de lo obvio, presumir en público y ser pelota con los profesores. En realidad, a los mejores profesores tampoco les gustaban los niños que les daban coba. La palabra vergüenza estaba muy presente en nuestras vidas y el exceso de protagonismo era cosa de perdedores, nadie quería ser el empollón de la clase ni el favorito del tutor. Nadie quería ser perfecto. Hace pocos días llegó a mi teléfono un vídeo promocional del centro, embarcado en celebrar sus 50 años de vida en España. Los protagonistas eran algunos viejos alumnos considerados triunfadores, es decir, altos cargos con sueldazos y poder. Afortunadamente incluyeron a una primorosa violonchelista. El vídeo provocó la ira de muchos antiguos alumnos, algunos incluso decidieron quejarse ante lo que consideraban una traición al espíritu de un colegio que tuvo mucho de experimento en el contexto de la transición. En la protesta se le recordaba a la actual directora que precisamente allí nos habían enseñado que triunfar era una cosa muy diferente a lo que destilaba el vídeo. Incluso circuló la idea de hacer un contraanuncio “donde se vea el punto de ingenio, locura y ganas de romper con todo que nos enseñaron”, decía uno de los mensajes. Como todo lo loco y divertido, la airada respuesta se quedó en el típico brindis al sol del domingo por la tarde. “No perdáis el tiempo, les importa un rábano la felicidad, la creatividad y la diversidad”, sentenció otra de mis compañeras de clase.
Jamás le dije a mi profesor favorito, Mr. Smith, lo importante que era. Bajo su tutela dedicamos un año de estudio a El guardián entre el centeno. A la mayoría nos entusiasmaba su programa, a mí en concreto me abrió las puertas a una forma de estar en el mundo, para otros centrarse durante meses en un mismo libro era una pérdida de tiempo. Años después, descubrimos que Mr. Smith se había retirado a la costa de Almería, donde regentaba un pub con su mujer, también exprofesora. Un día, ya adulta y de vacaciones por la zona, me tomé la molestia de buscar y encontrar su negocio. Ella estaba en la barra y él, rubio, con su bigote gigante y su aura de estrella de rock sinfónico, salía de una puerta trasera. No me atreví a cruzar el umbral para presentarme. Había llegado hasta allí y con eso me bastaba, o eso me repetía para justificar la inacción causada por la vergüenza. Durante años tuve una postal colgada en mi cuarto con una de esas máximas patéticas y grandilocuentes: “Mejor ponerse colorado una vez que ciento amarillo”. Si alguna vez tuvo sentido, fue el día en que el periodista Ángel Sánchez Harguindey me presentó en su despacho de El País a Ferlosio. Burlón, Harguindey no pudo evitar la broma: “Te va a encantar conocerla, se pone siempre colorada”.
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