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Tribuna
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Fragmentos de Marx

Sonaba bien lo de perder las cadenas y, revolución mediante, tener “todo un mundo por ganar”. La “dictadura del proletariado” fue un desastre y la “libertad burguesa” acabó sustituida por un régimen de vigilancia y represión

EULOGIA MERLE

A mediados de los años sesenta propuse al catedrático Luis Díez del Corral la publicación ciclostilada de mi traducción del Manifiesto comunista como texto para clases prácticas de Historia de las Ideas Políticas. Don Luis, liberal y seguidor apasionado de Tocqueville, tenía todas las motivaciones ideológicas y personales para oponerse al marxismo, y, sin embargo, respondió con un elogio: “La primera parte es un brillante alegato a favor de la burguesía”. Dio el visto bueno. Ese tipo de aproximación selectiva a la obra de Marx, empleado no hace mucho por Umberto Eco, debiera suponer la alternativa frente a quienes se encierran en la fe del carbonero o buscan solo la caza y captura de errores. La actitud crítica ante Marx sigue siendo sin embargo necesaria, en la medida en que su pensamiento ha ejercido una enorme influencia, a veces con consecuencias abiertamente negativas. Sin olvidar que es también una clave imprescindible para entender y cambiar el mundo contemporáneo.

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De entrada, la dimensión proyectiva de las ideas políticas de Marx es pobre. El riesgo era ya visible en el Manifiesto: una vez culminada con total brillantez la trayectoria ascendente del capitalismo en una fase de globalización, la dialéctica de raíz hegeliana entra en escena para declarar el inevitable “derrocamiento de la burguesía” por el proletariado. El cauce analítico se estrecha y la deriva utópica se abre de inmediato hasta el sueño de la desaparición del Estado, tras producirse la revolución y la expropiación de la burguesía. La argucia de Marx consiste en minusvalorar a esta, convirtiéndola en sujeto social pasivo, en “brujo impotente”, frente al papel activo que per se asigna al proletariado. La distinción entre la impotencia burguesa y la acción consciente del proletariado se mantendrá más tarde, incluso al prologar los análisis precisos que Marx desarrolla sobre las estrategias de las “clases poseedoras”, en su esclarecedor 18 brumario. La divisoria entre futuros ganadores y perdedores resulta garantizada de antemano.

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El final feliz del Manifiesto, cierre del círculo iniciado con la invocación del espectro que recorre Europa, parte de esa simplificación radical, para sostener una profecía de seguro cumplimiento. La transición al socialismo estaría garantizada por una solución de fuerza, la dictadura revolucionaria del proletariado (Carta a Weydemeyer, 1852; Crítica al programa de Gotha, 1875). Lenin vendrá luego a probar que era posible un marxismo fiel, en ideas y acción, a la consigna de Marx.

Su pensamiento resulta clave para entender y cambiar el mundo contemporáneo

La superación de la filosofía idealista en una concepción materialista que respondía a las preguntas de aquella, entregó pronto sus frutos en el puzle elaborado por Marx entre 1843 y 1848, los borradores bien llamados “económico-filosóficos”. Al fondo sobrevive en Marx la dialéctica amo-esclavo de Hegel. A partir de aquí la historia será concebida como sucesión de formas de dominación, donde quienes detentan el poder ejercen en beneficio suyo la apropiación del excedente generado por el trabajo humano. Del proceso de “enajenación” del trabajo en la producción resulta la reificación, la sumisión de las relaciones humanas al mercado. El punto de llegada será el imperio del capital mediante la imagen, la “sociedad del espectáculo” anunciada por Débord en los años sesenta. Marx sienta las bases de una contracultura socialista enfrentada al capitalismo (Bauman).

Todo ello en el marco del organismo social que Marx contempla como un todo articulado, cuya configuración arranca del grado de desarrollo tecnológico, las fuerzas productivas, las cuales requieren una determinada forma de organización del poder económico, y en torno a la misma de la sociedad, el derecho y la política. El diseño planteado en la carta a Annenkov de 1846 fundamenta una visión dialéctica que refleja “el movimiento continuo de crecimiento de las fuerzas productivas, destrucción de las relaciones sociales, formación de las ideas”.

Por fin, en La ideología alemana, una dominación de clase necesita el consenso, la conversión de su poder material en poder espiritual, dirigido a frenar “la intensificación de la lucha de clases y la marcha hacia la revolución”. Más allá de su esquematismo, Marx esboza una teoría dinámica que con sus criterios de totalidad, interdependencia y centralidad de las “relaciones de producción” sigue sirviendo para conocer las sociedades actuales y encauzar su transformación.

“La sociedad actual no es un inalterable cristal, sino un organismo sujeto a cambios”, dejo escrito

La estructura económica constituye así el núcleo de la “formación social”. De ahí el esfuerzo de Marx por elaborar una teoría crítica del capitalismo, matemática y científica, fundamento de la revolución. La obra, inacabada, ha sido objeto de críticas demoledoras, si bien resulta innegable que sobre el fondo de un espectacular progreso tecnológico, el capitalismo ha consolidado una asimetría radical en la distribución de bienes y recursos, entre las clases y los países, en el interior de cada sociedad y a escala mundial. Con un balance de grandes desigualdades, corregidas en Occidente mediante el Estado de bienestar, y una gestión tendencialmente irracional de la economía en el planeta y sobre el planeta. El capitalismo descrito en Inside Job no es ya el de Marx y sigue siendo el de Marx.

Solo que conocemos el desastre de la “dictadura del proletariado”, versión Marx-Lenin, tanto en lo económico como en lo político. Sonaba bien lo de perder las cadenas y, revolución mediante, tener “todo un mundo por ganar”. Pero al reemplazar “la libertad burguesa” por un régimen de vigilancia y represión permanentes, lo que encontraron los trabajadores fue la camisa de fuerza del sistema soviético, en el mejor de los casos, o las utopías destructoras maoístas en China o en Camboya.

Cuando el teórico deviene observador, y Marx lo fue siempre, emerge la tensión positiva entre doctrina y análisis. Así, en la alocución inaugural a “nuestra Internacional” en 1864, la depauperación se da en términos relativos: desde el 48 habían crecido espectacularmente el capitalismo industrial y el comercial, sin verse alterada la miseria obrera.

Al lado está el elogio de la conquista de las Diez Horas: “Por vez primera, la economía política de la clase media sucumbió ante la de las clases trabajadoras”. Despunta la idea de la revolución social como largo proceso. “La sociedad actual no es un inalterable cristal, sino un organismo sujeto a cambios y constantemente en proceso de transformación”, advierte Marx en el prólogo a El Capital.

Antonio Elorza es profesor de Ciencia Política.

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