Los nietos de Enoch Powell
Cincuenta años después del discurso racista más famoso de la política británica moderna, la historia se repite
El 20 de abril de 1968 Enoch Powell pronunció en Birmingham (Reino Unido) un célebre alegato antinmigración que pasó a la historia como el discurso de “Los ríos de sangre”. En él, el carismático diputado conservador británico denunciaba ante los miembros locales de su partido la inminente aprobación por parte del gobierno laborista de una ley (la Ley de Relaciones Raciales) que convertía en ilegal impedir a una persona acceder a la vivienda, el empleo o los servicios sociales por razones de raza, color, condiciones étnicas o nacionalidad.
“Ríos de sangre” es un tributo directo e impúdico a la retórica segregacionista habitual entonces en las colonias anglo-francófonas o en el Sur de los Estados Unidos. Pero su punto de apoyo es perfectamente contemporáneo: la defensa del trabajador blanco autóctono frente a la invasión del inmigrante de color, dispuesto a procrear y expandirse hasta expulsar a los británicos de su propia tierra. ¿Les suena?
En su alegato por una Gran Bretaña cerrada a la inmigración, Powell recurre de manera constante a las preocupaciones expresadas por sus propios votantes y a la supuesta ansiedad de la clase media inglesa. Unos y otros se lo agradecieron con creces en las siguientes elecciones y en las huelgas y manifestaciones que se organizaron a su favor (“Somos representantes del trabajador. No somos racistas”, declaró uno de los líderes sindicalistas que le apoyaron de forma enfática). Y estrellas emergentes como Margaret Thatcher supieron ver en los argumentos de Enoch Powell verdadera “carnaza” electoral.
La casualidad ha querido que el 50 aniversario de este monumento a la xenofobia haya coincidido con una de las mayores crisis políticas de los conservadores británicos desde el infausto referéndum del Brexit. Y a cuenta de la inmigración, nada menos. Ayer noche se hacía pública la dimisión de Amber Rudd, Ministra del Interior, por haber mentido al Parlamento y a la opinión pública acerca de los opacos cupos anuales de expulsión de extranjeros, una medida tan irracional y cruel como creíble en esta partida de bomberos pirómanos que conforma el ejecutivo británico.
Resulta imposible no establecer paralelismos entre la lógica de Powell y la de sus nietos políticos. En su discurso, aquel denunciaba que “la discriminación y la depravación, la sensación de alarma y resentimiento, no está en la población inmigrante, sino en aquellos entre los que han decidido establecerse y lo seguirán haciendo. (…) En estas circunstancias, nada será suficiente salvo la reducción inmediata del número total de entradas [de inmigrantes] a una proporción marginal”. Exactamente el propósito declarado del gobierno de May.
Han cambiado el tono y el contexto, pero el fondo del argumento sigue siendo el mismo: una parte de la sociedad británica, con unas características determinadas, se considera legitimada a negar los derechos fundamentales de otra parte (ciudadanos actuales o futuros) por el hecho de haber llegado antes y votar en consecuencia. Algo muy similar se puede decir del resto de Europa, de Estados Unidos o de Australia, donde el ataque a los migrantes se ha convertido en deporte nacional. Pero lo que en 1968 era una forma repugnante de racismo y nacionalismo, en 2018 adopta otra forma de racismo y nacionalismo que nos parece perfectamente aceptable.
El bueno de Enoch debe estar sonriéndose en su tumba. Cincuenta años después del famoso discurso, sus ideas permanecen vivas y coleando. La sociedad británica tomó entonces la decisión equivocada castigando electoralmente a quienes se atrevieron a proponer una política abierta y cosmopolita. Es imposible pensar que hoy no estamos cayendo en el mismo error.
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