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Steve Madden, de chico de almacén a gigante del calzado

“Fue algo difícil hablar de mis errores”, dice el diseñador sobre ‘Maddman’, el documental que narra su vida

Elisabet Sans

“Dime lo que sabes de Steve Madden, el hombre de verdad”, empieza el documental. “No sabía que existiera, creía que era una marca”, contesta un chico en el interior de una de las tiendas del diseñador de zapatos. Maddman: The Steve Madden Story cuenta precisamente eso: la historia, en primera persona, de cómo un joven, que empezó a vender sus diseños en el maletero de su coche en el Nueva York de los años ochenta, creó un imperio del calzado que hoy tiene 310 tiendas en 76 países y cotiza en Bolsa. Todo ello tras un inicio marcado por las adicciones y un giro inesperado de la trama que le llevó a la cárcel.

“Quería contar mi historia mientras aún puedo recordar todos los hechos, y habrá valido la pena si inspiro aunque sea a una sola persona a que no se rinda cuando las cosas se ponen difíciles”, responde Madden (1958, Nueva York) a EL PAÍS por email.

Su leyenda arranca cuando su padre le puso a trabajar en el almacén de una zapatería con la intención de enderezar a un joven algo problemático. Desde ese instante, se obsesionó con los zapatos. Luego vendría un periodo de desenfreno y drogas en los ochenta, en Miami y Nueva York. Época de la que habla abiertamente ante la cámara. Madden no autocensura nada de su pasado. “En algún momento fue algo difícil hablar de mis errores e hizo falta que me convencieran. Es duro ser vulnerable”, dice a este periódico.

“Cuando eres lo suficientemente miserable, ahí es cuando puedes empezar a cambiar”, suelta Madden en el documental. Tras tocar fondo, el 21 de marzo de 1990, ingresó 1.122,63 dólares (unos 1.000 euros) en el banco y empezó su marca en un garaje. Su zapato Marylou, unas merceditas con tacón ancho cuadrado de inspiración grunge, y sus provocativas campañas le hicieron despegar.

La compañía explotó del todo con la ayuda de Jordan Belfort o, lo que es lo mismo, el llamado Lobo de Wall Street. De hecho, la figura del diseñador aparece en la famosa película de Martin Scorsese cuando Leonardo DiCaprio anuncia a sus empleados, en pleno éxtasis, que van a lanzar la empresa de Madden a Bolsa. Era 1993, y vendieron 22 millones de acciones en tres horas. Madden, amigo de la infancia del socio de Belfort, solo tenía una tienda: “Pasé de un anuncio de desahucio a un jet en 200 días”, recuerda en el documental de Ben Patterson, que se puede ver en Netflix.

Entre 1997 y 1999, los ingresos de la marca Steve Madden subieron de 59 a 163 millones de dólares y los beneficios se triplicaron gracias a que él fue pionero en transformar las tendencias de la industria del calzado en zapatos más asequibles. Su fábrica sigue junto a su despacho en Long Island (Nueva York), lo que le permite crear un modelo y llevarlo a una de sus tiendas en menos de un día para ver si este es o no un éxito de ventas.

Todo se tambaleó en 2002, cuando —tras el chivatazo de Belford— fue condenado a 31 meses de cárcel por blanqueo de dinero y fraude de valores. Fue encerrado en la prisión federal de Eglin y, después, en Florida. “Aprendí a apreciar lo bueno en cada circunstancia”, recuerda a EL PAÍS de su paso por la cárcel, donde dio clases a otros internos sobre cómo crear un negocio.

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Tras recuperar la libertad, en 2005, cuadriplicó los ingresos de su compañía en solo un año; cambió al consejero delegado; se puso al frente del departamento de diseño; empezó la expansión internacional de sus zapatos y diversificó sus negocios, entrando incluso en la industria de la música (ha trabajado con artistas como Lady Gaga e Iggy Azalea).

Escándalos aparte, Maddman es algo más que un documental sobre zapatos o moda. Es una historia de lucha personal, de ambición y de revancha. La que estaba buscando Steve Madden desde que se vio caracterizado como “un empollón” en El lobo de Wall Street. Pero sobre todo es el reflejo de que él sigue siendo un apasionado de los zapatos, que desde hace casi tres décadas camina con la mirada puesta en los pies de quienes se le cruzan por la calle. Una pasión que ha sido clave en su éxito y también en su perdición; la que le ha convertido en un exadicto y exconvicto que posee una compañía valorada en 2.000 millones de dólares. Un trabajo que hoy compagina con su participación en un programa que ayuda a buscar trabajo a expresidiarios. Él mismo ha contratado en su empresa a uno de sus compañeros de celda. “Conocí a gente genial en prisión”, aclara, “creo en las segundas oportunidades”.

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Sobre la firma

Elisabet Sans
Responsable del suplemento El Viajero, ha desarrollado la mayor parte de su carrera en EL PAÍS. Antes trabajó en secciones como El País Semanal, el suplemento Revista Sábado y en Gente y Estilo. Es licenciada en Periodismo por la Universidad Ramón Llull de Barcelona y máster de Periodismo EL PAÍS.

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