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La diplomacia, o el arte de resolver lo que en teoría no tiene solución

El manual dice que siempre es bueno que dos líderes enfrentados se sienten a dialogar. El manual no dice nada de Donald Trump ni de Kim Jong-un

Si por algo se ha caracterizado Donald Trump hasta ahora es por su simplismo a la hora de concebir las relaciones internacionales. Eso sí, sigue siendo el dueño de un botón nuclear más grande que sus manos.
Si por algo se ha caracterizado Donald Trump hasta ahora es por su simplismo a la hora de concebir las relaciones internacionales. Eso sí, sigue siendo el dueño de un botón nuclear más grande que sus manos.Morten Morland

La cita está prevista para la primera quincena de mayo y países como Suecia, Suiza o Mongolia se han ofrecido a ejercer de anfitriones. Si nada se tuerce, Donald Trump y Kim Jong-un se reunirán en la cumbre diplomática más insólita de los últimos años para abordar “sin condiciones previas y sin reservas”, según un comunicado de la Casa Blanca, un posible plan de desnuclearización de la península de Corea.

La apertura de un canal diplomático al más alto nivel para resolver un problema tan endemoniado como este puede parecer una excelente noticia. Sobre todo, después del punto de ebullición al que parecía encaminarse la crisis norcoreana desde el pasado verano, con ambos presidentes presumiendo de sus respectivos arsenales y cruzando amenazas tan inquietantes como la de “desatar una tormenta de fuego sobre Asia”.

Sin embargo, analistas como el experto en política internacional de The Washington Post Nathan Daniels barruntan que el encuentro entre el polémico presidente estadounidense y el volátil dictador norcoreano podría acabar en desastre y que tal vez sería preferible, por el bien del mundo, que ni siquiera llegara a producirse. “Recoger el guante lanzado por Kim parecía un movimiento sensato y audaz por parte de Trump”, ha escrito Daniels. El problema es que sus propias declaraciones han generado “la expectativa en absoluto realista de que Corea del Norte renuncie a esas armas que ve como única garantía de supervivencia de su régimen político”.

Kim, al que Trump suele referirse en Twitter como Little Rocket Man (algo así como Hombrecillo cohete), no está dispuesto a cometer el mismo error que el dictador libio Muamar el Gadafi, que fue derrocado sin contemplaciones en cuanto pudo verificarse que había renunciado a su programa nuclear, lo que le dejaba indefenso ante países mucho más poderosos que el suyo. Que los líderes de EE UU y Corea del Norte se reúnan en estas circunstancias solo para certificar que no pueden ponerse de acuerdo podría incrementar la tensión en lugar de reducirla.

“Trump y Kim están muy poco dotados para la diplomacia y tienen una comprensión limitada de los complejos problemas que deben abordar”, dice Nathan Daniels

Además, otro obstáculo de peso es que, siempre según Daniels, “los que van a reunirse son dos líderes a priori muy poco dotados para la diplomacia y con una comprensión muy limitada de los complejísimos problemas que deben abordar”. Para colmo de males, ambos son lo que en jerga diplomática suele describirse como “interlocutores poco fiables”, ya que han tendido a comportarse en el pasado de manera oportunista y cínica (Trump, con Enrique Peña Nieto o Justin Trudeau; Kim, con casi todos sus interlocutores, incluida China), por lo que existen pocas razones objetivas para confiar en su buena voluntad.

Vista así, la cumbre Trump-Kim parece más bien una peligrosísima partida de póquer entre tahúres malcarados con tendencia a ir de farol. Una perspectiva inquietante cuando bajo las cartas hay códigos nucleares, lo que pone el destino del mundo sobre la mesa. Sin embargo, como argumenta el redactor de Politico Bryan Bender, las cumbres diplomáticas entre rivales y enemigos “siempre son partidas de póquer entre tahúres cínicos”. Esa es la esencia de la verdadera diplomacia. Se negocia con quien te detesta y quiere destruirte. Además, resulta evidente, en opinión de Bender, “que Trump y Kim no van a trazar las líneas rojas ni perfilar los complejos detalles técnicos de un posible acuerdo: su papel es sentarse a la mesa para lanzar al mundo el contundente mensaje de que ambos países quieren (y pueden) entenderse”.

El relativo optimismo de Bender se basa en una certeza refrendada por la historia: “La diplomacia, a veces, funciona”. Es más, funciona con mayor frecuencia de lo que se suele pensar. Un miembro del gobierno de John Fitzgerald Kennedy, el secretario de defensa Robert McNamara, solía decir que fue la diplomacia la que consiguió desenredar la madeja de la crisis de los misiles cubanos de octubre de 1962, uno de los episodios que más elevaron la temperatura de la Guerra Fría.

Según Michael Dobbs, “en la crisis de los misiles se tensó la cuerda hasta extremos difícilmente imaginables, pero no había alternativas a una solución diplomática”

Según él, se tensó la cuerda hasta extremos difícilmente imaginables, pero ambos bandos se comportaron como interlocutores racionales, conscientes de que no existían alternativas a una solución diplomática. Sin embargo, libros recientes como One minute to midnight (Un minuto para la medianoche), de Michael Dobbs, cuestionan el relato de McNamara: el uso de armamento nuclear sí que se consideró muy seriamente en el gabinete de crisis de la Casa Blanca y la URSS llegó a valorar ese ataque, al que pensaba responder con contundencia, como “una hipótesis de trabajo muy probable”.

Ambos bandos, explica Dobbs, se dejaron conducir por la lógica de su infernal partida de ajedrez hasta el punto de embarcarse en gambitos suicidas. Pero lo fundamental tal vez sea, como reconoce Dobbs, que incluso en el minuto más oscuro de la noche del sábado 27 de octubre de 1962, cuando parecía que el mundo estaba a punto de entrar en la unidad de cuidados intensivos para someterse a una operación a vida o muerte, se seguía negociando.

Los canales de comunicación entre enemigos a punto de destruirse mutuamente seguían abiertos. Los diplomáticos seguían haciendo su trabajo. Y ese trabajo a la desesperada dio sus frutos. El consejero de seguridad de Kennedy, McGeorge Bundy, el primero de aquel gabinete en perder la fe en la vía diplomática y recomendar al presidente una respuesta contundente, aprendió la lección: “Hemos estado tan cerca del fin que no podemos permitir que algo así se repita nunca más”. Hay que seguir negociando. Siempre. Porque las alternativas son mucho peores.

Para Kissinger, “los diplomáticos son jardineros que cultivan relaciones con otros diplomáticos con la esperanza de cosechar el fruto cuando más lo necesiten”

En su ensayo Diplomacy: A very short introduction (Diplomacia: una cortísima introducción) el catedrático de Oxford Joseph M. Siracusa explica que la historia de la diplomacia tal y como hoy la entendemos ya empezó con un éxito contra todo pronóstico: la paz de Westfalia de 1648, que puso fin a la Guerra de los Treinta Años. Aquel fue un conflicto largo, enconado y violento, mezcla de choque de ambiciones irreconciliables entre potencias rivales y guerras religiosas. Llegó a parecer del todo irresoluble, pero, como explica Siracusa, “los contendientes estaban extenuados y al borde de la bancarrota. Necesitaban una solución que no eran ni siquiera capaces de imaginar, y por eso desarrollaron entre todos un instrumento tan sofisticado como la diplomacia, que es el arte de resolver lo que en apariencia no tiene solución”.

Siguiendo esta argumentación, la primera condición para que la diplomacia funcione como alternativa a la guerra es que los contendientes quieran o necesiten entenderse. Sin embargo, tal y como explicaba Henry Kissinger, secretario de estado con Richard Nixon, “la gente suele creer que los diplomáticos son ingenieros que resuelven problemas prácticos de uno en uno, a medida que se van planteando, pero la realidad es que son jardineros que siembran y cultivan relaciones con otros diplomáticos con la esperanza de poder cosechar el fruto de ese trabajo cuando más lo necesiten”.

El historiador escocés Niall Ferguson, en un artículo para Politico, atribuye al jardinero Kissinger algunos de los principales éxitos diplomáticos del siglo XX, empezando por ese espectacular tirabuzón contra todo pronóstico que fue el establecimiento de relaciones entre su país y la China de Mao Zedong en 1972.

Ferguson explica cómo Kissinger, “un refugiado de la Alemania nazi que se ganó la vida en EE UU como historiador, filósofo y experto en geopolítica”, fue el fichaje sorpresa de Richard Nixon para la secretaría de estado en 1968. El expresidente Eisenhower acogió el nombramiento con escepticismo: “¿Kissinger? ¡Pero si es un profesor! A los profesores se les pide que estudien cosas, no se les pone al mando de nada”.

Pero Nixon tenía claro por quién estaba apostando. Compartía uno de los diagnósticos de Kissinger: “La mayoría de los diplomáticos estadounidenses son mediocres porque no saben nada de historia, ni la de su país ni la de los demás”. Como buen historiador, argumenta Ferguson, “Kissinger aplicó su conocimiento de las causas profundas de los conflictos entre naciones a esa labor de jardinería lenta y metódica que para él era la diplomacia. Su éxito fue el de la historia aplicada, la prueba de que comprender bien el pasado es una de las mejores recetas para actuar con eficacia en el presente y construir de cara al futuro”.

Nixon y Kissinger coincidían en que “la mayoría de los diplomáticos estadounidenses son mediocres porque no saben de historia, ni la suya ni la de los demás”

Jeremi Suri, autor de la biografía Henry Kissinger and the American century (Henry Kissinger y el siglo americano) suele citar en sus conferencias los que en su opinión son los mayores éxitos diplomáticos de las últimas décadas: “El plan de ayuda a la reconstrucción de Europa Occidental tras la Segunda Guerra Mundial, el movimiento de las naciones no alineadas, los acuerdos de Camp David, la reunificación alemana, la creación de la Unión Europea y ese par de obras maestras que fueron los tratados de no proliferación nuclear y la apertura de EE UU hacia China”.

También cabría mencionar el acuerdo de paz entre Israel y Egipto que se firmó en 1979, tras el espectacular gesto que supuso la visita a Israel del presidente egipcio Anwar Sadat en noviembre de 1977. Aunque, tal y como ha estudiado el académico israelí Ido Yahel, “lo que de verdad resulta meritorio no es tanto ese último año y medio de negociaciones con luz y taquígrafos y grandes gestos de cara a la galería, consecuencia, en definitiva, de que egipcios e israelíes ya habían asumido que estaban condenados a entenderse, sino más bien los 18 años de contactos diplomáticos encubiertos, de 1952 a 1970, entre el gobierno egipcio de Gamal Abdel Nasser y las autoridades israelíes”. Mientras se detestaban y se combatían en público (incluso en dos guerras, la de 1956 y la de 1967), los dos países negociaban entre bastidores. Y esa labor de lenta jardinería, a lo Kissinger, acabaría dando sus frutos en el momento adecuado.

“Es una lástima que Trump no tenga a nadie con la sensatez, el realismo y la capacidad de tejer complicidades de Kissinger”, lamenta Nathan Daniels. De ser así, su inminente partida de póquer con la Corea de Kim Jong-un tendría más posibilidades de convertirse en uno de esos éxitos de esa diplomacia que hoy recordamos con nostalgia.

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