Postericidio
Que le pongan tu nombre a una calle entraña más riesgos de lo que parece
Los honores son siempre un arma de doble filo, el mundo está lleno de hijos predilectos y doctores honoris causa que emborronaron su lucido prestigio. Que le pongan tu nombre a una calle entraña más riesgos de lo que parece. Porque uno es responsable de su vida y de su trayectoria, pero no tanto de esa falsa posteridad del apellido. Es bonito pensar que en la calle con tu nombre se dan el primer beso dos adolescentes, pero también un tipo con prisas va y pisa la caca de un perro. Eres el callejón donde alguien monta su negocio floreciente, pero donde otro es desahuciado sin piedad. Eres el esquinazo de un grato reencuentro, pero también donde un ratero desvalija a una ancianita a punta de navaja. Y no te cuento si la avenida se atasca cada mañana o protagoniza un socavón con víctimas mortales, tu nombre pasa a significar mal rollo y se pronuncia con asco.
Por mucho general, naviero, pintor o literato que seas, cuando un chaval en la ESO se topa con los nombres del general Mitre, Serrano, O’Donnell o Bravo Murillo lo que piensa es: “Anda, una calle”. Pasarte una vida de esfuerzo y sacrificio para obtener la recompensa de bautizar una gran vía, ya sea en el centro o en la periferia, te condena a una trascendencia fuera de control. Y luego, claro, te expone al rasgo más habitual de los jerarcas españoles, que no suele ser su pericia ni su prudencia, sino su capricho y sus obsesiones forjadas a golpe de filia y fobia.
Cuando el ministro del Interior Zoido, entonces alcalde de Sevilla, le quitó una calle a Pilar Bardem por roja, expresaba la misma seguridad en su criterio histórico que cuando la alcaldesa de Barcelona llamó facha al almirante Cervera para borrarlo del callejero de la Barceloneta en favor de Pepe Rubianes, otro gran tipo. Manuela Carmena tuvo el acierto de formar una comisión de expertos para renombrar calles que inmortalizaban a criminales de guerra, pero si ese acto se ejecuta sin sutilezas, entonces, delata lo atolondrado del destino histórico en nuestro país. Perpetuarse es una tentación, pero ya Woody Allen dijo aquello de que, antes que por sus obras, prefería ser inmortal por no morirse. La mejor receta es dejar este mundo una vez ganado el cariño y la añoranza de los más cercanos. Aspirar a un discreto anonimato puede ser algo mucho más gozoso que verte mezclado en las trifulcas tontainas del futurito politiquero. Desengañémonos, el porvenir me temo que será igual de bobo que los días conocidos, así que la posteridad tiene toda la pinta de ser un sitio tan poco recomendable como el presente. Cojan la flor del día y déjense de coronas funerarias.
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