Tu GPS decide por ti
Ahora viajar es decirle al teléfono adónde vas y obedecer sus órdenes
Yo soportaba, o intentaba soportar, pero todo explotó cuando descubrí que mi Waze había decidido protegerme con una función dedicada a “reducir cruces difíciles”. Intenté saber cuáles eran; parece que son, entre otros, los que carecen de semáforos. Me sentí bobito y ni siquiera me gustó. Yo me creía capaz de cruzar una calle.
Waze nació, como cualquier mesías, en Israel, pero hace diez años. Al principio nos sirvió para sentir que lo hacíamos, sí, pero no con Google –hasta que Google se lo compró, hace cinco años, cuando ya tenía 50 millones de usuarios, por casi mil millones. En cualquier caso Waze y Google Maps y demás GPS se parecen: te llevan de la nariz por donde quieren –y encima logran que te guste.
Hubo tiempos en que viajar significaba conseguir un mapa, mirar las opciones, pensarlas, armarse un recorrido, tratar de cumplirlo, perderse un poco, preguntar, recuperar el rumbo, perderse de nuevo y, a veces, incluso, llegar. Ahora viajar es sentarse en el sillón del coche, decirle al teléfono adónde vas y obedecer sus órdenes hasta que te deje –con suerte– en el lugar previsto a la hora señalada.
En el medio, nunca sabemos del todo dónde estamos: ya no necesitamos saberlo porque nos hemos instalado en un salón móvil con una voz eléctrica que nos dice dobla por aquí, mantente a la derecha, sigue recto 1.600 metros. Y eso que todavía somos antiguos y debemos dirigir esas máquinas con ruedas. Pero para llevarlas no es necesario relacionarse con el exterior; hay que relacionarse con un teléfono, mirarlo, seguir sus órdenes. Viajar se ha vuelto un videojuego.
El nuevo viaje –el viaje virtual pero real– es un ejemplo muy visible del avance arrollador del algoritmo. Google y los suyos empiezan a convencernos de que saben lo que necesitamos, lo que deseamos, lo que somos. Tienen cada vez más información sobre nosotros –saben lo que consumimos, lo que nos decimos, lo que parecemos y lo que queremos parecer, lo que hacemos cuando no decimos lo que hacemos– y se jactan cada vez más de saber mejor que tú qué es bueno para tí: qué quieres, qué precisas.
Waze –o cualquier GPS– es un caso particular de esta tendencia general. Entes mejor informados que cualquier persona –manejan todos los mapas, se enteran de cualquier incidente– que te dicen por dónde debes ir. Y vas y les haces caso, aliviado, contento. No es que te saquen tu libertad; te la cambian por un servicio que crees que precisas. No necesitan sacártela; se la entregas feliz a cambio de no tener que pensar.
Y haces lo que te mandan aunque no sepas dónde estás, confiado en que te dan lo que querías –y lo que no sabías que querías. Waze, sin ir más lejos, te ofrece más que simples rutas: avisos de radares o de polis, desvíos si hay atascos, advertencias varias –porque sus usuarios se lo cuentan. Waze usa el saber colectivo para –supuestamente– beneficiar al colectivo que produce ese saber. Y de algún modo lo hace, pero el asunto no es tan simple: es un buen ejemplo de ciertos nudos del futuro. Digamos: usuarios de Waze le dicen que en la carretera A hay bruto atasco; entonces Waze empieza a mandar a sus usuarios por la carretera B; si lo hace bien –quizá no ahora, quizás en unos años– la cantidad de usuarios que se van a la B la atascarán en breve. Waze lo sabe; debe mandar a menos usuarios, para no atascarla –y dejar a los demás en el atasco de la A. ¿Cómo elige? ¿Quiénes son los privilegiados que recibirán la información, quiénes los pringados que no? La ética de las máquinas empieza a dominarnos y, en general, no tenemos ni idea. En general, preferimos no tenerla. Total, alcanza con seguir la A6 siete kilómetros, doblar a la derecha y no preguntar más.
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