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El acento
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Acaben con el tedio de los ‘debates’ leídos

La mayoría de los políticos se ciñen a sus intervenciones ya escritas y ni siquiera parecen escuchar los argumentos del rival

Gabriela Cañas
La ministra de Sanidad Dolors Monserrat, ayer durante la sesión de control al Gobierno en el Congreso.
La ministra de Sanidad Dolors Monserrat, ayer durante la sesión de control al Gobierno en el Congreso. GTRES

Ayer, como todos los miércoles, se celebró sesión de control del Gobierno en el Congreso. El guion se repite. Un diputado se levanta, coge su cuartilla y lee un pequeño texto que el ministro interpelado ya conoce porque el reglamento exige que tales preguntas se presenten previamente escritas. El ministro de turno —depende del tema tratado— se pone en pie y lee su respuesta. Es una intervención más larga y pocas veces responde a la pregunta planteada. Suele divagar con grandilocuencia exponiendo datos que demuestran la bondad de su gestión. Hasta ahí todo resulta algo tedioso, pero normal. Lo raro es que entonces el diputado repregunta y, para ello, también lee. Y, entonces, ¡atención!, el ministro cierra el minidebaterespondiendo también con un texto ya escrito.

Las cuestiones que suscita este soporífero procedimiento son diversas. La primera versa sobre la falta de memoria de nuestros políticos. ¿De verdad es tan difícil memorizar una simple pregunta? La segunda arroja una gran duda. ¿Lo que lee el ministro lo ha escrito él o se lo han pasado de su gabinete? Solo esta segunda opción explica el lenguaje romo, aunque correcto, de una intervención carente de emoción y, por tanto, imposibilitada de convencer a nadie. La tercera cuestión es más lastimosa. Si el diputado ya tiene su repregunta escrita, ¿es que acaso ya conocía la respuesta o es que no escuchó la primera respuesta? La cuarta cuestión es la más importante, porque si todo está por escrito, en nombre de la austeridad y la eficiencia, lo suyo sería registrar los textos en la Mesa del Congreso, publicar estos para que los ciudadanos los conozcan y ahorrarse mucho dinero en dietas y transporte de sus señorías. Tampoco serían necesarios los funcionarios y, mucho menos, los transcriptores. ¿Para qué, si ya está todo escrito previamente?

No es este un ataque antipolítico, todo lo contrario. El parlamentarismo es el centro de la vida pública y ahí se han visto grandes políticos y mejores oradores, capaces de convencer con su elocuencia y sus argumentos a los demás. No importa que a veces se lea. Ahí está Barack Obama, que nada dejaba a la improvisación, pero que vivía sus discursos. Lo importante es que los políticos se expresen, intercambien argumentos y, ahora que tenemos tanta comunicación audiovisual, aprovechen esos momentos para hablar al rival político, pero también a la gente. Ya lo dicen los expertos en oratoria: lo importante es saber explicar conceptos complejos de manera sencilla. E intentar convencer.

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Basta escuchar el discurso feminista de nueve minutos de Oprah Winfrey (sin papeles) en la gala de los Globos de Oro de este año para comprender la importancia de la oratoria, el valor de saber transmitir razones y sentimientos a partes iguales. España ha tenido magníficos oradores en la política. Hoy también, pero escasean. Nuestro sistema educativo desprecia esta disciplina. Aun así, un español, Antonio Fabregat, se coronó en 2015 como el mejor orador universitario del mundo. No se trata de que nuestros políticos se conviertan en actores. Bastaría con ejercitarse un poco —en vez de apuntarse a másteres a los que ni acuden— y aprender a escuchar para poder rebatir. Lograrían, como mínimo, elevar el nivel del interés ciudadano por la política. Claro que, a lo peor, es lo que no quieren.

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Sobre la firma

Gabriela Cañas
Llegó a EL PAIS en 1981 y ha sido jefa de Madrid y Sociedad y corresponsal en Bruselas y París. Ha presidido la Agencia EFE entre 2020 y 2023. El periodismo y la igualdad son sus prioridades.

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