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MIRADOR
Columna
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Abreu sí

Un cargamento de instrumentos musicales para niños y partituras recopiadas en papel barato se han convertido en el armamento de una revolución verdadera

David Trueba
José Antonio Abreu en Salzburgo (Austria), en julio de 2013.
José Antonio Abreu en Salzburgo (Austria), en julio de 2013. EFE

En los últimos tiempos casi todos los esfuerzos propagandísticos están puestos en la autoadulación. Es fácil abandonar las redes sociales cuando percibes en ellas un desmesurado empeño por propagar las virtudes propias. A mí me enseñaron de pequeño que eso era un síntoma de mala educación. Porque el esfuerzo ha de estar puesto en hacer y no decir, el autoelogio no pasa de ser la epopeya de los mastuerzos. En tiempos oscuros donde el interés por los otros es sepultado por el selfie, destacan las acciones eficaces de quienes sirven a los demás con el hincapié en un rasgo muy sencillo: mejorarles la vida. José Antonio Abreu murió este fin de semana, pero deja a los venezolanos el orgullo de haber parido un héroe contemporáneo.

Con su rara mezcla de economista y músico, Abreu fundó el ya icónico Sistema Nacional de Orquestas Juveniles e Infantiles de Venezuela. Su meta era dignificar la vida de los niños condenados a la pobreza a través del orgullo cultural y artístico. Se trataba de, allá donde unos prometen dinero o armas, las dos caras de una misma estafa, entregar instrumentos musicales y acompañarlos de clases intensivas para permitir que los talentos se desarrollaran sin limitaciones. El resultado han sido varias generaciones de virtuosos escapados de la humillación absoluta que es la pobreza. Más humillante aún en territorios donde la desigualdad permite la convivencia irremediable de enormes fortunas pornográficas al lado de miserias insultantes. Abreu convenció al mundo de que los recursos gastados en cultura y enseñanza artística revertían en la riqueza nacional a través del progreso humano, y dejó en evidencia el circuito cerrado que perpetúan el dinero público malgastado y la corrupción.

Dos semanas atrás vi en Bogotá a Gustavo Dudamel dirigir con una sonrisa de ironía venezolana a la muy uniforme y nada multicolor Orquesta Filarmónica de Viena en una interpretación de la Cuarta de Tchaikovski. Es Dudamel uno de los triunfos personales de Abreu, y es quizá su sonrisa al mando de una institución cultural tan relevante la declaración de una anomalía. Porque no deja de ser una anomalía que, entre tantas grandilocuencias inanes, un cargamento de instrumentos musicales para niños y partituras recopiadas en papel barato se hayan convertido en el armamento de una revolución verdadera. Que en los últimos años haya crecido la indiferencia hacia la pobreza y el rechazo a los refugiados procedentes de países en conflicto significa el fracaso de las recetas tecnológicas que fomentan la adulación y la egolatría. La muerte de Abreu es un reto para quienes apuestan por un futuro de hechos y no de poses.

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