El cautivador hielo antártico
El hielo es una de las señas de identidad de la Antártida. El autor describe los grandes momentos que le han brindado los hielos que tuvo ocasión de observar en isla Livingston
Cambiante por naturaleza, de todas las formas y texturas posibles, rodeándote por todas partes y desplegando una sorprendente paleta de colores, mucho más amplia que una simple gama de blancos y grises, que, además, cambian con rapidez, a merced de la caprichosa cobertura nubosa y del momento del día. Así es el hielo que uno se encuentra en la Antártida. Domina el paisaje desde que uno pone el pie en aquel remoto lugar, hasta el momento de la partida, en que deja atrás ese fascinante mundo helado y comienza rápido a añorarlo.
El hielo antártico me ha cautivado y constituye ya un recuerdo imborrable de mi reciente viaje al congelador de la Tierra. La simple contemplación del hielo en sus múltiples manifestaciones me ha brindado algunos de los mejores momentos que he vivido durante la campaña antártica. Desde la inmensidad de los glaciares y las montañas de Livingston cubiertas de nieves perpetuas, hasta los hielos flotantes de caprichosas formas y distintos tamaños que navegan a la deriva, a merced de las corrientes marinas y los vientos, todo ello constituye un regalo para la vista que brinda al viajero antártico un sinfín de momentos inolvidables.
Durante mi estancia en la base Juan Carlos I, me terminé acostumbrando a mirar por la ventana desde el comedor y ver allí en frente, al otro lado de la Bahía Sur, el glaciar Pimpirev, de un color blanquecino bastante uniforme, con su parte superior oculta, casi siempre, por la base de una capa de nubes bajas que cubría esa franja de cielo un día sí y otro también. Mi sorpresa fue mayúscula una mañana, cuando me despertó muy temprano una luz poco habitual. Lucía el sol y pude ver el glaciar en todo su esplendor, con su contorno superior por fin visible y toda la masa de hielo de un blanco refulgente, lo que me permitió observar, por primera vez, detalles de su superficie, como una maraña de grietas. Fue un gran momento que apenas duró unos minutos.
Otro de los elementos de hielo que más ha llamado mi atención es el bras, que es el nombre que reciben los fragmentos desprendidos de los glaciares al agua, que se desplazan por la Bahía Sur, cubriendo a veces grandes extensiones de la superficie marina. Los vientos del nordeste son los que arrastran el bras generado en el fondo de la Bahía Sur —donde se localiza “la cubitera”— hasta la misma Caleta Española —el emplazamiento de la base— dificultando, no pocas veces, la movilidad de las zódiacs.
El tamaño de los trozos es muy variable, varándose en la playa, a veces, fragmentos de varios metros de diámetro y aristas afiladas. La mayoría de los trozos son de hielo blanco, aunque algunos son transparentes, sin apenas aire atrapado en su interior, y los hay también que contienen materiales volcánicos depositados en su día sobre el glaciar donde se originaron. Me sorprendió también mucho una cosa, ligada a la baja temperatura del aire reinante, y es que el bras apenas moja los guantes cuando agarras un trozo durante unos instantes.
Con vientos del este en Bahía Sur, el bras que llega hasta las inmediaciones de la base proviene en su mayoría de la vecina ensenada donde el glaciar Johnsons entra en contacto con el mar. Este glaciar me ha fascinado por varios motivos. Uno de ellos es el llamativo color azul que muestra en diferentes zonas de su parte frontal. La razón de ser del color azul en el hielo —perceptible de forma muy clara en muchas grietas— reside en la presencia de aire atrapado en hielo muy compacto, de manera que la luz al incidir sobre él se dispersa de manera similar a como lo hace al atravesar la atmósfera, lo que da como resultado el azul celeste que observamos (fenómeno conocido como dispersión de Rayleigh).
Pero no fue el mágico color azul lo único que me fascinó del glaciar Johnsons; también lo hizo la parte de ese glaciar que contiene abundantes depósitos de tierra y material volcánico procedente de las erupciones que históricamente han ocurrido en la cercana isla Decepción. Caminar con crampones sobre esa zona de hielo oscuro —un paisaje por momentos lunar—, bordeando pináculos que parecen termiteros y esquivando profundas grietas, ha sido uno de mis grandes momentos en la Antártida.
Completaban la escena las pequeñas corrientes de agua que fluyen también sobre la superficie del glaciar y los impresionantes sonidos que genera, similares al tremor de los truenos, provocados por las caídas de hielo en el interior del propio glaciar o en el frente del mismo, lo que pude observar unas cuantas ocasiones. Me queda el recuerdo del cautivador hielo antártico y de esos grandes momentos que me brindó durante mi estancia en isla Livingston.
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