La vía iliberal
¿Es la Corona tan débil como para necesitar que se la proteja negando un derecho fundamental?
¿Está España en la senda del “iliberalismo”, versión púdica del autoritarismo posdemocrático? El tribunal de Estrasburgo ha condenado a España por haber sancionado a dos personas que quemaron fotos del Rey en 2007. Y ha recordado lo obvio: que un acto así entra dentro del marco de la libertad de expresión, que esta se extiende a informaciones o ideas que ofenden, chocan o molestan, y que es legítimo crear una escena provocadora para expresar la insatisfacción con una institución política, la monarquía, susceptible de crítica como todas. No hay iconos sagrados en democracia.
Por su parte, Amnistía Internacional advierte sobre “los ataques sostenidos contra la libertad de expresión”, constata que enviar raperos a la cárcel por letras de canciones y prohibir la sátira política demuestra cómo se han estrechado sus límites. Y recuerda que los tratados internacionales exigen que “sólo se penalicen las expresiones que animen a otras personas a cometer delitos de manera reconocible y con una probabilidad real de que se lleven a término”.
Sin embargo, los partidos de orden, PP, PSOE y Ciudadanos, se negaron en el Congreso a despenalizar las injurias a la Corona y los ultrajes a España, según pedía ERC. Una vez más el PSOE se alinea con la derecha, situando el respeto institucional por encima de la libertad de expresión. ¿Cómo puede ser respetada una institución que no es susceptible de ser criticada? ¿Es la Corona tan débil como para necesitar que se la proteja negando un derecho fundamental? Desde que el PP recuperó el poder con afán de restauración conservadora, la ley mordaza y los delitos de odio han sido emblemas de una restricción de las libertades, que ha llevado a las fuerzas de seguridad a la caza y captura de delitos de opinión en la selva de las redes sociales. Por si fuera poco, el Gobierno ha descubierto en las fake news una vía para el control de la información y propone que las instituciones actúen contra ellas. Es decir, que el Estado decida qué es verdadero y qué es falso: puro autoritarismo.
El procés ha generado un estado de simplificación del debate que ha alimentado la pulsión restrictiva del Gobierno. Pero esta coartada ya no sirve. La calle ya no es terreno ocupado sólo por el conflicto identitario. La ciudadanía, ante la dejación de los partidos, está ampliando la agenda pública, como hemos visto con las movilizaciones por los derechos de las mujeres y por unas pensiones dignas. La defensa de la libertad de expresión no admite vacilaciones: cualquier herida que se le inflija genera gangrena.
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