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CLAVES
Columna
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Peligrosa inmunidad

Si el afán por no ofendernos ahoga la transgresión, la sociedad acabará encontrando al monstruo que la represente

Máriam M-Bascuñán
Donald Trump durante un acto electoral en Pensilvania.
Donald Trump durante un acto electoral en Pensilvania. Alex Wong (Getty Images)

La escalada de Trump hacia el poder se produjo gracias al papel jugado por los ultras de la Alt-right. A través de foros de Internet como 4chan, el movimiento articuló una pléyade digital de subculturas abiertamente racistas, machistas y homófobas que reclamaron más libertad frente a una pretendida dictadura de lo políticamente correcto. Fue su principal conexión con Trump: una sórdida rebelión contra la corrección política mediante dislates que ponían voz, dicen, a lo que mucha gente pensaba y no se atrevía a expresar.

El nuevo representante de los oprimidos despertó los bajos instintos de buena parte de su electorado en un contexto, al parecer, impregnado por una aseada moral pública encarnada en un presidente negro. Más allá de este absurdo planteamiento, lo cierto es que, al establecer los términos permisibles de un lenguaje no racista o sexista, fue un sector de la izquierda quien reclamó una protección especial para las identidades excluidas, y fijó los contornos de un discurso público no humillante o lesivo con grupos vulnerables.

Proliferaron así las comunidades digitales a diestra y siniestra. Unos demandaron su derecho a ofender envolviéndose con frecuencia de un macabro humor; otros crearon los llamados safe spaces, inmunizados por una atmósfera de camaradería poco permeable a la crítica. Lo cuenta Angela Nagle en Kill All Normies, un libro sugerente para esta era en la que depositamos en los jueces la responsabilidad del debate sobre la libertad de expresión. Acostumbrados a indignarnos o protegernos al calor de nuestras comunidades digitales, convendría reflexionar sobre qué pedimos exactamente cuando, legítimamente, la reivindicamos.

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Nos plantea, por ejemplo, si hay que ser tolerante con el intolerante o qué grado de desagrado estamos dispuestos a aceptar, incluso con el humor. También si esos enjambres bunkerizados merman la originalidad y la posibilidad de la expresión individual y el desacuerdo, o cómo los límites de lo que una sociedad considera tolerable socavan la disidencia, acallándola a veces con reproches más morales que políticos. Lo vimos con Trump: si el afán por no ofendernos ahoga la transgresión, la sociedad acabará encontrando al monstruo que la represente. @MariamMartinezB

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