Huelga
El 8 de marzo tenemos la oportunidad de que se descubra cuántas somos, el valor de lo que hacemos y el poder que tenemos
Lo cuenta Edward Gibbon en su clásica obra Decadencia y caída del Imperio Romano, pero a mí me lo contó mi amigo Rafa Reig, que siempre da en el clavo. Cuando los bárbaros desbordaban ya las fronteras imperiales, a un miembro del Senado se le ocurrió uniformar a los esclavos, para distinguirlos de los hombres libres a simple vista. La mayoría de los senadores aplaudieron su iniciativa hasta que uno, el único que pensaba aquel día, les preguntó si se habían vuelto locos. ¿Pero no os dais cuenta de que si les ponemos un uniforme se van a dar cuenta de que son muchos más que nosotros? Los uniformes no sólo operan sobre el individuo. Cuando se aplican a un grupo, pueden funcionar como una clave de la conciencia de clase, ese término tan anticuado que no deja de ser exacto por muy pasado de moda que esté. Así, la huelga feminista del 8 de marzo, cuyos detractores se han apresurado a tachar de política —como si todas las huelgas no lo fueran—, de izquierdista, de elitista, y de no sé cuántas cosas más, puede resultar un instrumento formidable para uniformar a las mujeres, para que las que todavía no se han parado a pensarlo, descubran cuántas somos, el valor de lo que hacemos y el poder que tenemos. Resulta ofensivo, en sí mismo y por la estupidez que implica, el argumento esgrimido por algunas dirigentes del PP que afirman que lo que conviene es trabajar ese día más que otro cualquiera. Las mujeres no hemos hecho otra cosa que trabajar y trabajar, cada una por su cuenta, eso sí, desconectadas, aisladas, hasta llegar a una situación tan injusta como la que padecemos. Yo no voy uniformada desde que salí del colegio, pero el 8 de marzo voy a ponerme el uniforme de mujer trabajadora y huelguista. Ojalá seamos tantas que dé miedo contarnos.
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