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Columna
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Las armas de la tribu

Tras el levantamiento feminista, llega el de los escolares, víctimas de las armas de fuego

Lluís Bassets
Estudiantes se manifiestan a favor de una reforma legislativa de la venta de armas en Silver Spring (Maryland) el pasado 21 de febrero.
Estudiantes se manifiestan a favor de una reforma legislativa de la venta de armas en Silver Spring (Maryland) el pasado 21 de febrero. WIN MCNAMEE (AFP)

Ni un dólar del presupuesto para estudiar o promover el control de la venta de armas de fuego. El Congreso de los Estados Unidos, que es quien aprobó tal medida hace dos décadas, no tan solo se esfuerza por mantener libre su venta sino que no quiere que se conozcan los efectos de su complaciente actitud hacia la poderosa Asociación Nacional del Rifle, el grupo de presión que dedica ingentes cantidades de dinero a comprar voluntades y mantener así abierto el mayor mercado de herramientas letales del mundo.

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La sociedad, por fortuna, tiene sus propios instrumentos para conocer al menos los efectos de las decisiones de los políticos. En este caso, las estadísticas de las asociaciones científicas son espeluznantes. Cada año, más de 7.000 niños menores de 17 años mueren o son heridos gravemente por disparos en EE UU, una plaga que afecta a los colegios y obliga a protegerlos con guardias armados y a realizar ejercicios de protección a escolares y maestros. Del total para los países más desarrollados, más del 90% de las muertes por arma de fuego se concentra donde son de acceso más fácil, que es en EE UU, un país con más armas en circulación que habitantes.

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Todo esto es sobradamente conocido, al menos desde la matanza de Columbine, hace casi 20 años. Como conocida es la ecuación: a más armas, más muertes, y especialmente de menores, no tan solo por matanzas masivas, sino también por violencia doméstica o suicidio. No hay argumentos serios enfrente, salvo el que interpreta la pelea como parte de una guerra cultural entre derecha e izquierda, que exige respeto mutuo como paso previo a la resolución del conflicto. “Quienes defienden el derecho a llevar armas creen que las élites desprecian sus valores morales y quieren destruir su cultura”, ha escrito el columnista conservador David Brooks.

El fácil acceso a las armas es un problema de salud pública pero también motivo de polarización política, como sucede en todas partes con las cuestiones que afectan a las identidades comunitarias. La protección constitucional del acceso libre a las armas de asalto es una seña identitaria que nadie ha conseguido revertir a pesar de los esfuerzos desplegados después de cada matanza. Hasta Parkland, cuando han sido los propios niños, los ciudadanos más vulnerables, los que pretenden levantarse contra la inacción y la insensibilidad de los políticos, hasta organizar una marcha en Washington para el 24 de marzo.

Todas las tribus reivindican sus armas en la deriva tribal de nuestras democracias. La más peligrosa es la que necesita armas de fuego, que matan de verdad, en vez de las simbólicas que necesitan las otras tribus para diferenciarse e identificarse. Después del #MeToo contra el acoso sexual, le llega ahora #MarchForOurLives (manifestémonos en favor de nuestras vidas) por la prohibición de las armas de asalto. Al levantamiento de la tribu femenina, le sigue la tribu de los jóvenes, los votantes del futuro. No es extraño que Trump empiece a palparse la ropa.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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