Dale, Tana
Si pudieras escribir una nota a tu yo más joven, ¿qué le dirías en dos palabras?
Nos hemos interesado por el sexo a través de los pocos soportes que le pudieran dar cabida. Y de algunos rincones, lo echamos a patadas.
Cuando iba a la universidad, solo una de mis amigas tenía sexo con sus parejas en su propia casa. Exceptuando los que no eran de Madrid, en mi círculo de amistades no había uno solo que no viviera con sus padres, lo que limitaba la posibilidad de que alguno dejásemos de tener sexo más allá del que pudiera facilitarnos un coche con el que visitábamos los picaderos pertinentes. Afortunadamente, muchos de los padres de los universitarios de ahora son tan inteligentes como los padres de mi amiga a la que sus padres dejaban follar en la casa familiar. En ningún sitio mejor que en su cama, con preservativos en la mesilla, con la intimidad suficiente como para que se descubran todo lo que estén dispuestos a descifrarse, pero lo suficientemente cerca como para dormir tranquilos. No conozco una sola madre que duerma del tirón mientras cualquiera de sus cachorros está fuera. Y mientras a alguna de aquel curso de la universidad le partieron el labio la primera vez que la encularon, mi compañera de padres modernos, llegó siempre en la cama hasta donde ella deseó. Nos contaba, sin el más mínimo alarde a pesar de que el resto escuchaba estupefacto, que bastaba con que cerrara la puerta de su cuarto y pusiera un cartelito que le habían regalado ex profeso.
Ojalá muchos más padres como aquellos. Honestamente, no lo tengo tan claro. Todavía hay temas que hacen que implosione más de una cabeza. Una mujer de nuestra edad tirándose a nuestro hijo o hija. No quiero ni contarles, qué putada. Hemos sido veinteañeras follándonos a señores mayores de Murcia y ahora nos extraña que nuestra hija sea amante de uno que hasta conocemos. El borbotón de frases hirientes hacia esa mujer puede ser la matanza de Texas. Se encaja mal. Muy mal. Molesta que nuestro hijo tenga de amante a alguien de nuestra edad. Y pocos, muy pocos reconocen que, ¡ojalá!, cruzarse una noche con determinada descendencia del entorno. Todo esto es una hecatombe cuyas dimensiones se multiplican, si de quien hablamos arrugada es de una mujer y no de un hombre.
Condenadas al silencio
El deseo de la mujer nunca ha sido una prioridad. Ni en los estudios ni en las investigaciones. A nosotras se nos condena desde el momento que somos hembras y se presupone todo cuanto pueda suceder con nuestro deseo. Porque durante siglos nuestro deseo ha sido secundario. Nosotras solo estábamos para satisfacer el deseo masculino y de que así fuera se encargaron desde los propios hombres en general, hasta los que mandaban en particular. Hasta la Constitución de 1978, por ley, dependíamos primero de nuestros padres (siendo el progenitor el que cortaba el bacalao) y después de nuestros maridos. Aquella ley dejó las suficientes hebras sueltas como para que casi cuarenta años después, sigamos teniendo una constitución muy poco femenina. Las mujeres ocultamos nuestro propio deseo desde siempre. Hasta 1978 estábamos sometidas al deseo de nuestro esposo. El adulterio se castigaba con la pena de prisión menor. Las que cometían el adulterio éramos las mujeres. Por enrollarnos con otro que no fuera nuestro marido. No se imponía pena por delito de adulterio; se compensaba a un cornudo. Era una venganza que se le permitía al marido. Porque cuando te casabas, te convertías en su propiedad. Y por si os parece poco, sabed que el marido podía perdonarnos la deuda. No un juez, el cornudo. Eso era el Código Penal hasta 1978.
Nuestro deseo siempre ha sido inane. No ha contado. Estamos condenadas a ese silencio desde que nacemos. Los amantes jóvenes se toleran mejor cuando el viejo es el hombre y hay pasta de por medio. Sería una ordinariez dar nombres; cómprense el Hola. Los viudos no tienen problema; nadie cuestiona cuando se emparejan de nuevo. Cuando es la mujer la que desea siendo anciana, extraña. Hijas preocupadas por si no se le habrá ido la chaveta a su madre, que a los ochenta y tantos hace incursiones a la habitación de su esposo. Madres y padres que jamás se plantearían que a su descendencia pudiera interesarle sexualmente alguien de más edad. Planteamientos sexuales que evitamos por nuestros propios prejuicios pero que amoldamos a fuerza de que nos exploten en la cara.
Ojo con el libro de Anna Freixas del que habla todo el mundo. Tiene pinta de que hasta las que no nos sentimos atraídas por amantes más jóvenes, nos permitamos el lujo de no dar tantas explicaciones.
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