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MIRADOR
Columna
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La soledad

En los países desarrollados los ancianos han sido apartados del centro de la vida y desprovistos de la atención de sus familiares

Julio Llamazares
© GETTYIMAGES

Cada vez hay más gente que vive sola, y de ella la mayor parte son personas mayores. En los países más desarrollados principalmente, la anomalía ya es epidemia y un problema que afecta cada vez más a las sociedades y a los Gobiernos, que ven cómo se disparan las psicopatías derivadas de él así como el gasto público encaminado a su amortiguamiento.

Hay una idea perversa que identifica modernidad con desinterés familiar, alentada por un capitalismo feroz más que por un verdadero cambio moral de la sociedad. Las condiciones a las que el trabajo obliga, más que la conversión de la virtud de la compasión en rémora, ha hecho que desde hace ya tiempo en los países desarrollados los ancianos hayan sido apartados del centro de la vida y desprovistos de la atención de sus familiares. Abandonados en casas en las que se mueren solos (y no es una exageración: la última, una anciana esta semana en León, hallada dos meses después de morir) o en residencias que son auténticos guardamuebles de viejos, esperan a Godot mirando la televisión y aguardando las horas de las comidas, lo único que les pauta el día y les distrae de su aburrimiento. La visita de sus hijos los domingos, si es que se da, lejos de consolarlos de su soledad la acrecienta.

En algunos países, como Reino Unido, la situación ha llegado a tal punto que el Gobierno ha creado un Ministerio de la Soledad. Nada que ver con el de la Felicidad de Bután. El Ministerio de la Soledad británico (en realidad una Secretaría de Estado) lo que pretende es solucionar un problema que cada vez se hace mayor y que sobre todo cada vez comporta más gasto público; un gasto que va in crescendo a la par que el número de personas mayores que viven solas y que dependen de la atención del Estado. La bola de nieve es ya tan enorme que las cifras de inversión en dependencia se disparan, lo que ha hecho saltar todas las alarmas entre los responsables del tema. O se le pone remedio o el gasto público en soledad acabará por ser el mayor de los presupuestos.

En cualquier caso, lo que menos preocupa al Gobierno británico, parece, es el problema humano de fondo. Por encima de las cifras económicas, el problema de la soledad tiene una dimensión humanista que debería importar más que aquellas, entre otras cosas porque a todos nos afecta o nos terminará afectando. La soledad, la gran patología de nuestro tiempo, no es una idea romántica que hasta puede resultar atractiva en la voz de ciertos poetas sino ese jardín vacío en el que nada crece ni va a crecer excepto la pena.

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