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Seres Urbanos
Coordinado por Fernando Casado
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CINE URBANO

La vida de improviso

El cine nació imitando la percepción del transeúnte en la ciudad

Viandantes transitando ante el Rakuten Cafe en una calle de un distrito comercial de Tokyo.
Viandantes transitando ante el Rakuten Cafe en una calle de un distrito comercial de Tokyo.Yuya Shino/REUTERS

Tenemos hasta el 22 de abril para conocer la exposición en línea Malas Calles que puede visitarse en La Virreina, el centro de artes visuales en La Rambla de Barcelona. Su asunto: la relación entre cine y ciudad, a cargo de gente del Observator d'Antropologia del Conflicte Urbà y del archivo Hamaca, que aporta los trabajos de arte visual urbano que constituyen la muestra. Por ejemplo, el documental de Jacobo Sucar La lucha por el espacio urbano, sobre las protestas contra la expansión del distrito 22@ y en defensa de Can Ricart, en el barrio barcelonés de Poblenou.

Fundamental entender ­–y esta exposición nos ayuda a ello– que no es solo que el cine, en general, haya escogido las metrópolis como escenario para una infinidad de sus producciones. La referencia a la película de Martin Scorsese lo hace explícito. Es, también, que la experiencia sensitiva y somática de la vida urbana a partir de mediados del siglo XIX –como analiza Richard Sennett en La conciencia del ojo (Versal)es la que determina el surgimiento de una manera específica de percibir que la visión mecánica de la cámara reproduce.

De ahí el surgimiento de un género cinematográfico que, en los años veinte del siglo XX, lleva hasta las últimas consecuencias formales esa nueva sensitividad que nace de la actividad del transeúnte urbano: las sinfonías urbanas. Casi cada gran ciudad tuvo la suya: Berlín, Niza, Ámsterdam, Oporto, Nueva York, São Paulo, Praga…, aunque la más celebrada y representativa es El hombre de la cámara, de Dziga Vertov, estrenada en 1929. Con su cámara frenética pululando por las calles de Leningrado, Vertov buscó captar "la vida de improviso" y hacerlo mediante "el estudio científico-experimental del mundo visible". Como se sabe, Vertov y quienes le imitaron entonces –Oliveira, Cavalcantt, iKaufman, Ruttmann, Vigo...– y más tarde –Mekas, Wiseman, Van Keuken–, se dedicaron a recorrer las espacios urbanos a la captura de acontecimientos con frecuencia de aspecto banal, llevando al paroxismo la experiencia apasionada, impaciente, candorosa, que Baudelaire atribuía al flânneur, merodeador incansable en busca de iluminaciones. Para Vertov y los demás sinfonistas urbanos, la obra cinematográfica se presentaba como el estudio acabado de un campo visual que es la vida, cuyo montaje es la vida y cuyos decorados y actores son la vida. Su instrumento: el ojo maquínico que buscaba "a tientas en el interior del caos de los acontecimientos visuales". En eso consistía el cine-ojo, que ansiaba obtener una acumulación en principio desordenada de datos observables en bruto, hechos silvestres que llamaban la atención del observador entrenado y que este recogía con la misma excitación con que se producían ante su mirada.

Esa percepción de lo urbano sería lo que sostendría una auténtica antropología urbana, que no podría ser sino una antropología fílmica, pero no solo en el sentido de fundada en el empleo de imágenes animadas, sino orientada –incluso sin la intervención de la cámara– por el cine como forma radical de observación directa de los aspectos materiales –verbales, gestuales, sonoros y corporales– de la actividad humana en contextos urbanos. En otras palabras, una antropología que se dejase orientar por la manera como la cámara y el montaje pueden trabajar lo real. No una antropología que se apoyaría en la mirada cinematográfica, sino que la imitaría a la hora de percibir, registrar y organizar lo visible.

Pensemos al modelo de etnología urbana que nos prestan los ángeles de Cielo sobre Berlín, de Win Wenders, un director especialmente sensible a la herencia de Vertov, al que dedica su Lisboa Story. Lo que esos observadores natos se pasan el tiempo contemplando atentamente son microacontecimientos que tienen lugar en la sociedad urbana, dentro y fuera de las casas, por las calles, dentro de los automóviles, en los patios de los colegios, en el metro, en las bibliotecas públicas. Se sumergen en el murmullo de todos los pensamientos y de todos los sentimientos sonando al unísono. Escrutan lo que sucede en ese laberinto rítmico, lleno de nudos y enredos, que es la ciudad, y lo hacen mediante lo que se antojan tomas cinematográficas de pequeñas fracciones de tiempo y espacio, no muy distintas de las que componían los montajes de las ya mencionadas sinfonías urbanas de los años 20.

De vez en cuando, los ángeles se reúnen para intercambiar sus observaciones, noticias sobre hallazgos visuales, hechos instantáneos que uno no sabe bien si están cargados o vacíos de sentido, pero que producen la impresión de valer algo. Sus partes son verdaderos informes etnográficos de lo irrepetible: "Hoy alguien caminaba por la avenida de Lilienthal, aminoró el paso y miró atrás, al vacío. En la estafeta de correos 44, alguien que quería acabar con todo puso sellos conmemorativos en sus cartas de despedida, uno diferente en cada una. En la Mariannenplatz, habló con un soldado americano en inglés por primera vez desde el colegio, ¡y con soltura! En la cárcel de Plötzensee un preso, antes de arrojarse al vacío, dijo: “Ahora”. En el metro del Zoo, el conductor, en vez del nombre de la estación, gritó “Tierra de Fuego”. En Rehbergen, un anciano leía la Odisea a un niño que había dejado de parpadear. Un viandante cerró el paraguas y dejó que la lluvia le calara. Un colegial describía a su profesor cómo crece el helecho y el profesor se sorprendió...". Luego reflexionan.

Esa antropología fílmica, por evocar la idea de Claudine de France, resultaría idéntica al fin y al cabo a una antropología de las situaciones secuenciadas, pero no por fuerza conexas, o, si se prefiere, de lo urbano. Una antropología urbana que, como las sinfonías urbanas, no aspiraría a brindar otra cosa que la vida tal cual, más allá o antes de los sueños imposibles de organicidad que el científico social busca con desesperación e inútilmente en los espacios públicos. En ellos, tras la ilusión de lo aceptable, lo orgánico, lo normalizado, incluso más allá de la superstición de lo bello, están la acción, los momentos, los gestos, los cuerpos, las conmociones: el cine, lo urbano. Como Vertov y la vanguardia soviética, ¿qué ve el etnólogo en la calle?: no la sociedad, no la cultura, sino un collage de movimientos en los que cree descubrir algo. Volvemos al objeto último y específico de toda antropología urbana en tanto que tal, es decir, que urbana: lo que se constela ante el ojo, pero que sólo los recursos de la cámara y del montaje pueden recoger: algo más de lo que sería dado analizar después, o quizás algo menos. Cosas que pasan a veces, y que no volverán a pasar nunca más.

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