La última Merkel
El impulso europeo y el destino de la canciller dependen ahora de las bases socialdemócratas
Esta es la legislatura de los adioses. Si se cumple entero el contrato de coalición, serán 16 años como jefa del Ejecutivo de la República Federal y será mucho, quizás demasiado. Solo Helmut Kohl, su antecesor tanto en el liderazgo conservador como en la cancillería, alcanzó tal longevidad. Merkel ha compuesto ya en sus 12 años de canciller una figura especial dentro del friso selecto de sus escasos pares: ocho desde 1949, todo un signo del prurito de estabilidad de la república constituida entera como reacción a la conocida como República de Weimar (por el lugar donde se redactó la constitución) y que condujo al desastre nacional y europeo del nazismo.
Primera canciller surgida del frío comunista, Merkel se ha enfrentado y resuelto mal que bien dos crisis mayores, que la han golpeado personalmente: el vendaval de las deudas soberanas del sur de Europa —Grecia y España, especialmente—, con todo su potencial destructivo sobre el euro y sobre el proyecto europeo, y la llegada de los refugiados aterrorizados por la guerra de Siria, que ha erosionado el espacio único de libre circulación y tensado las relaciones entre los países socios.
Cada crisis ha alimentado imágenes contradictorias y ninguna buena para la canciller, la de una cruel austericida, por un lado, y la de una solidaria buenista, por el otro. Ahora se enfrenta a un tercer reto, que constituye el nudo del contrato de coalición, de tanta envergadura como las crisis superadas, puesto que trata de dejarlas atrás mediante un fuerte impulso de la construcción europea, tanto en la unión monetaria como en las políticas migratorias. Una tarea para la que la está esperando desde hace casi un año el nuevo presidente francés Emmanuel Macron.
Todavía no va a depender de ella que esto suceda. El impulso europeo y el destino de Merkel están ahora en manos de los 460.000 militantes socialdemócratas a los que se pedirá, en una arriesgada exhibición de democracia directa, la aprobación del acuerdo tan trabajosamente alcanzado, en unas negociaciones que han durado tres meses y que han ocupado a más de 90 negociadores.
No sabemos si es una oportunidad única, que hay que aprovechar para hacer crecer a Europa antes de que se cierre la ventana. El hecho de alcance geopolítico e incluso histórico es que el continente europeo se halla en una situación insólita, fruto de dos ausencias: la de Londres, árbitro exterior secular del juego de poder continental, y la de Washington, la superpotencia hegemónica que ha dado forma en el último siglo al orden europeo, primero, y, luego, al presente orden mundial.
Sin Theresa May dentro y con Donald Trump desinteresado, quedan solo dos jugadores con peso para organizar el nuevo orden europeo: Emmanuel Macron y Angela Merkel. Los otros no cuentan, por su escaso tamaño o su incapacidad. Ausentes tanto la euroreticencia británica como la vocación directora estadounidense, nunca ha sido tan clara la posibilidad de un impulso de tono federalista a cargo de París y Berlín desde que empezó la construcción europea al término de la Segunda Guerra Mundial. Habrá que ver si los socialdemócratas alemanes sabrán aprovecharla.
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