Quer y Cortés
Nadie puede ponerse en su piel, por mucho que se nos llene la boca de santa empatía
La imagen es poderosa. Lo tiene todo para imantar la mirada. Forma y fondo. Ética y estética. Medio y mensaje. Dos hombres altos y apuestos justo en esa edad en la que ya no se es joven, pero aún no se es viejo, amortajados en vida con sendos abrigos de paño oscuro, bregando hombro con hombro por una causa que creen justa. Pudieran ser primos. Hasta se dan un aire de familia: las canas, la gravedad del semblante, la elegancia de los huesos. Vienen, sin embargo, de mundos opuestos. Uno del opulento enclave de Pozuelo, en Madrid. El otro, del humildísimo barrio de El Torrejón, en Huelva. Dos españoles que no se hubieran cruzado en la vida, pero que se han dado de bruces en la muerte. La de las niñas de sus ojos: la mayor del uno y la pequeña del otro. Hasta sus nombres parecen puestos para ir en la misma frase, en una de esas casualidades que te dejan loca pensando que da igual quiénes seamos, porque no somos nadie. Son Juan Carlos Quer y Juan José Cortés, padres de Diana y Mari Luz, asesinadas por dos depredadores que añadieron a la infamia de sus crímenes la abyección de ocultar los cuerpos de sus víctimas.
“Estoy en coma. Soy un zombi”, me dijo Cortés después de enterrar a su hija, hace 10 años. Y lo era, en efecto. Perdido el norte de su existencia, extravió el sur, el este y el oeste y resolvió dedicar su vida a hacer justicia a su niña. Quer y Cortés piden que no se derogue la prisión permanente con una dignidad que sobrecoge. Nadie puede ponerse en su piel, por mucho que se nos llene la boca de santa empatía. Por eso, porque nadie puede sentir lo que ellos sienten, produce aún más náusea el oportunismo de los políticos que no solo les compran sus argumentos de almas heridas y les regalan dos huevos duros, sino que se aprovechan de su fotogenia para salir más solidarios que nadie en las fotos. Como si quien discrepa fuera, fuésemos, de piedra caliza.
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