Vergüenza
España no se rompe solo por Cataluña. Se rompe a diario en el espíritu de cada español
Podría comenzar esta columna desarrollando la dialéctica joseantoniana de los puños y las pistolas, pero ya la conocen. Podría reproducir la consigna que transmitió Mola a los golpistas en julio de 1936, pero se consulta fácilmente en Internet. Podría copiar entre comillas uno de los discursos radiados de Queipo de Llano, en el que felicitaba a las mujeres de los rojos porque, cuando los moros las violaran, por fin iban a enterarse de lo que era un hombre de verdad, pero me da vergüenza. Supongo que, si se pararan a pensarlo, a los vecinos de Callosa de Segura, incluso a los magistrados que han fallado a su favor, les daría tanta vergüenza como a mí. Estoy segura de que no lo piensan porque saben que, si lo hicieran, sus conclusiones no les iban a gustar. Pero son esos, y no los de Cristo, ni los de la Iglesia católica, ni los de la fe religiosa, los valores que representa la Cruz de los Caídos que defienden con tanto ardor. Y, sin embargo, ellos no son culpables de su ignorancia. Los presidentes del Gobierno, los ministros de Educación, los intelectuales que durante 40 años han cantado las alabanzas del silencio y el olvido, y han enarbolado la bandera de la equidistancia para afirmar que en España fascistas y demócratas fueron lo mismo, y han reducido nuestro pasado a dos líneas en los libros de texto para enterrar la tradición democrática y antifascista que nos pertenece, son los responsables de la fragilidad congénita de un Estado de derecho que no resiste la simple aplicación de la ley. España no se rompe solo por Cataluña. Se rompe a diario en el espíritu de cada español que se avergüenza de su país, que no se reconoce en él, que siente que vive en territorio enemigo. Y bastante poco nos pasa para lo que nos merecemos.
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