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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Cuando las víctimas no importan

En Perú, Palestina, el Mediterráneo, Colombia y otros territorios, el poder pesa, los más pobres sufren, y la justicia nunca llega o se disuelve en el olvido

Guerrilleras de las FARC con sus hijos, tras la firma de los acuerdos de paz de Colombia.
Guerrilleras de las FARC con sus hijos, tras la firma de los acuerdos de paz de Colombia.EFE
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¿Le importa al mundo un niño abaleado en Siria? ¿O un padre y su hijo que se hunden en el Mediterráneo tratando de alcanzar las costas europeas? ¿Y un campesino colombiano que fue masacrado por las FARC o los paramilitares? ¿Tenemos ojos y corazón para los jóvenes palestinos que son abatidos por las fuerzas militares israelíes? ¿O para una familia israelí que ve caer en su jardín un misil artesanal lanzado por Hamás? ¿Qué tanto nos duelen las víctimas de las esterilizaciones forzadas en Perú?

Qué difícil es ser genuino en la solidaridad, serlo con todos quienes sufren en este mundo. Qué complicado clamar por justicia para unos cuando los otros te dirán que te olvidas de los demás. Qué penosa tendencia tenemos a asumir, como diría el sacerdote peruano Gustavo Gutiérrez, que hay muertos propios y ajenos. Pero lo cierto, lo demoledor, es que los poderes, de toda especie, casi siempre desprecian a las víctimas.

Hace unas semanas, por ejemplo, se dio la salida en Lima al rally Dakar, cuyo recorrido desde hace unos años ya no pasa por las ardientes dunas del Sáhara. El presidente Pedro Pablo Kuczynski estuvo allí, lanzó unas palabras, gentiles y globales digamos, cuando unos días antes había indultado -de manera casi tan rauda como corre un bólido del Dakar- al expresidente autocrático Alberto Fujimori, en medio de harta polémica.

En todo el trance, que aún provoca una suerte de incendio político social en el Perú (nada oportuno, además, el indulto se dio en la noche de Navidad), el mandatario no tuvo una palabra sincera hacia las víctimas del gobierno del liberado, que incluyen estudiantes y ciudadanos asesinados por un grupo paramilitar, incluyendo a un niño de 8 años y miles de mujeres esterilizadas sin su consentimiento.

Pocas horas después, Fujimori pidió perdón por haber “defraudado” a algunos compatriotas. Horas más tarde, la presidenta del Consejo de Ministros, Mercedes Araoz, sugirió a las víctimas que se recuperen y olviden lo vivido; luego, anunció que estaban listos 33 millones de soles para sus reparaciones. La secuencia no pudo ser peor, ni ensayada, y reforzaba la sensación central en las víctimas: no importamos mucho.

Casi nada. Es una lógica similar a la que se vivió en Chile en los tiempos de Pinochet. Entonces, se decía, tuvo que pasar lo que pasó porque sino el país no salía adelante. En busca de la pretendida estabilidad económica, se torturó o desapareció a miles de ciudadanos. En Argentina, en tiempos de la dictadura de Videla, algunos pensaban así sobre los presos tirados desde los aviones sin paracaídas. Era el costo de avanzar.

La vida humana no es nada sin la solidaridad, personal y social

Todo puede parecer bien si el asunto no nos toca personalmente. Si eso ocurre, de pronto se producen repentinas conversiones, que transforman a insensibles personas en defensores de los derechos humanos. Pero no se tendría que vivir tal trauma para que saltemos de nuestra comodidad y sintamos que ese desprecio habitual se dirige no solo hacia las víctimas sino hacia toda la sociedad. Que nos envilece como personas.

Recuerdo haber cubierto como periodista el proceso de negociación entre el gobierno colombiano y las FARC, tanto en Cuba como en Colombia. Una de las dificultades supremas consistía en, justamente, pedir perdón. Los guerrilleros se resistieron, por meses, a hacerlo; doraban la píldora de su versión con explicaciones del tipo “así es la guerra” o “no buscábamos matarlos”, como me comentó en una entrevista uno de ellos.

Hasta que, al fin, pujando, pudieron decirlo. En septiembre del 2016, durante la primera ceremonia del cierre de la negociación en Cartagena, Timochenko ofreció “sincero perdón a todas las víctimas del conflicto”. Un año después, le escribió una carta al Papa Francisco suplicándole su perdón “por cualquier lágrima o dolor” ocasionado al pueblo de Colombia. Incluso si el gesto era político, existió, se expuso ante la opinión pública.

En Perú, Sendero Luminoso, o sus seguidores hoy agrupados en un frente que pide la amnistía, no ha querido hacer algo similar. Jamás llaman “terrorismo” a lo vivido entre 1980 y el 2000, a pesar de que según la Comisión de la Verdad y la Reconciliación (CVR) fue este grupo el mayor perpetrador. Nuevamente, aparece la figura de personas, o colectivos armados, que no sienten que las víctimas valgan la pena.

Es esperable que las organizaciones fuera de la ley tengan ese comportamiento. Lo suyo es lo criminal, no lo humanitario. Los Estados, sin embargo, no pueden ser displicentes con el dolor humano. No deben. Uno piensa en Siria y se preguntar por qué, hasta ahora, las potencias occidentales no producen un alto fuego eficaz. No se entiende, desde la ética social, cómo es que pasan los meses y ese infierno terrestre no se detiene.

Las numerosas teorías políticas, realistas o neo-realistas, pueden explicar los cálculos innombrables que tienen los países para tomar tal o cual o decisión. Pero incluso políticamente no resulta muy eficaz pasar por encima de las víctimas. En Colombia, como me comentó un comisionado para la paz, se llegó a un acuerdo cuando se les puso como el eje central de la negociación. Solo así se callaron, al fin, las balas.

Uno piensa en Siria y se preguntar por qué, hasta ahora, las potencias occidentales no producen un alto fuego eficaz

En Europa, las tragedias del Mediterráneo no tienen cuando acabar, son semanales, o hasta diarias. Provocan escenas de espanto, registradas en fotos descorazonadoras. Hay muchas razones para dar largas a una política de refugiados más sostenible, menos calculadora. Lo que se nota, empero, es que en este caso las víctimas tampoco parecen estar en el eje principal de las decisiones. No al menos con la fuerza que deberían.

En la Iglesia Católica, los casos de abusos sexuales cometidos por sacerdotes han generado una reacción del Vaticano. Se ha abierto procesos a los acusados, pero algunos solo están “en oración y penitencia”, algo que pesa en el dolor de las víctimas. Hace poco, el Papa Francisco visitó el Perú, donde también hay denuncias, y solo se refirió al tema cuando estaba en el avión de retorno a Roma, no en sus discursos en tierra.

Lo más triste, por añadidura, es que no son únicamente los Estados, o los políticos, los que se contagian del desprecio. En varios países europeos, la xenofobia violenta, incluso organizada, ha calado en parte de la ciudadanía. En Perú, aún encuentras contingentes no pequeños de personas que creen que lo que pasó en el gobierno de Fujimori era inevitable, o hasta necesario. En Chile, aún hay voces que alaban la gesta de Pinochet.

Y en varios lares rondan personas que creen que toda revolución tiene que tener una cuota de sangre, que por lo general no será la suya. En el fondo de ese desprecio por la vida quizás haya un egoísmo supremo, una frialdad –o en algunos casos frivolidad- que se mete al alma y puede hacer que cualquier ciudadano se olvide de que ese dolor raja a la sociedad entera. También a la miserable parcela que creemos libre e impoluta.

La vida humana no es nada sin la solidaridad, personal y social. En algún momento, la mala hora puede tocarnos y pulverizar nuestros derechos. Allí tal vez entendamos que en el África ese es el pan triste de cada día, o que en América Latina la justicia no ha crecido al ritmo de los centros comerciales. Y que en Europa o Estados Unidos, con todo su poder y aparente estabilidad, la crueldad con el prójimo, o el olvido, no han sido exorcizados.

Ramiro Escobar de la Cruz es periodista y profesor de la Pontificia Universidad Católica del Perú, la Universidad Antonio Ruiz de Montoya y de la Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas.

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