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Ya no hay líderes como los de antes

Churchill, Reagan, Thatcher, Miterrand, González... Tuvieron carreras largas. Ahora, los políticos desaparecen mucho antes

Un relativamente joven Robert Kennedy (43 años), haciendo campaña para las primarias a candidato demócrata en 1968. Ganó al otro aspirante, Eugene McCarthy, pero fue asesinado después de dar su discurso de la victoria.
Un relativamente joven Robert Kennedy (43 años), haciendo campaña para las primarias a candidato demócrata en 1968. Ganó al otro aspirante, Eugene McCarthy, pero fue asesinado después de dar su discurso de la victoria.Getty

“¿Cómo es posible que un hombre con múltiples defectos y graves carencias, y no solo intelectuales, fuese capaz de dar lo mejor de sí mismo en el momento decisivo y pasar a la historia como el británico más ilustre y uno de los grandes líderes globales del siglo XX?”, se preguntaba hace unos días el analista político de la BBC John Simpson. Se refería a Winston Churchill, un hombre de carrera “larga y errática”, que ocupó cargos de responsabilidad durante casi cinco décadas y que, sin ir más lejos, “fue un muy mal gestor de la Marina durante la I Guerra Mundial y un pésimo ministro de Economía en los años veinte”.

Pese a todo, ninguno de sus supuestos errores de gestión y de juicio le pasó verdadera factura. Las urnas muy rara vez le dieron la espalda. Sus compatriotas le concedieron una oportunidad tras otra. Por fin, le entregaron el timón de la nave cuando el naufragio parecía inminente, en la primavera de 1940, en plena II Guerra Mundial. Churchill prometió “sangre, sudor y lágrimas” y lideró el esfuerzo de supervivencia de Reino Unido durante los cinco años más convulsos de su historia.

Hoy, recordamos a Sir Winston como el Pericles del siglo XX. El perfecto estadista, el paradigma de “padre riguroso y protector” que exige sacrificios, pero ofrece dirección y certidumbres en periodos de caos. El hombre al que –como se ha dicho también de muchos otros líderes contemporáneos, en su mayoría conservadores, de Charles De Gaulle a Manuel Fraga pasando por Helmut Kohl– “le cabe el estado en la cabeza”.

Películas recientes como Churchill o Las horas más oscuras dan a entender que tal vez Gran Bretaña y puede que también el resto del mundo sientan una cierta nostalgia de Churchill en esta era política que varios analistas han definido como de ocaso global del liderazgo. Según el experto Will Peters, esa nostalgia está justificada: “Ahora mismo, se echan de menos líderes eficientes, como en esencia fue Churchill, pero también líderes de un perfil más carismático y visionario que proyectan sus sociedades hacia un ideal de futuro, como John Fitzgerald Kennedy”.

Para Peters, la era de los grandes estadistas modernos arrancó con la crisis del 29 (que impulsó el liderazgo “sanador” y restaurador de Franklin Delano Roosevelt en Estados Unidos) y se prolongó hasta finales de los ochenta, en un contexto en que la crisis del petróleo y los estertores de la Guerra Fría propiciaron liderazgos sólidos y de largo recorrido, como los de Ronald Reagan, Margaret Thatcher, François Miterrand, Giulio Andreotti, Felipe González o Helmut Kohl.

1986, Margaret Thatcher y Helmut Kohl atienden una conferencia de prensa en Bonn. Ella estuvo 11 años como primera ministra y él, 16 como canciller.
1986, Margaret Thatcher y Helmut Kohl atienden una conferencia de prensa en Bonn. Ella estuvo 11 años como primera ministra y él, 16 como canciller. Getty

Varias generaciones de europeos y estadounidenses crecieron en un contexto en que veteranos profesionales de la política con imagen de estadista se sucedían a sí mismos ganando elección tras elección y manteniendo su prestigio intacto, sobreviviendo incluso a catástrofes de todo tipo y escándalos de grueso calado. El propio Reagan, ridiculizado en el arranque de su carrera política por su pasado como actor tirando a mediocre, acabó adquiriendo una sólida aura presidencial y dejó el cargo a los 78 años, en 1989, debido a la limitación de mandatos, con un alto índice de popularidad y entregando el testigo a su mucho menos carismático vicepresidente, George Bush.

¿Eran aquellos líderes hombres excepcionales, cortados por el patrón de Churchill o Abraham Lincoln, miembros de una estirpe de gigantes hoy extinguida? Peters piensa más bien que lo que ha cambiado son las circunstancias. Que lo que le ha faltado a proyectos de estadista de carreras truncadas u hoy en horas bajas, como Matteo Renzi (Italia), Manuel Valls (Francia) o Alexis Tsipras (Grecia), no son cualidades para ejercer el liderazgo, sino “sociedades que les atribuyan credibilidad y legitimidad” y, en definitiva, que “estén dispuestas a dejarse liderar”.

El economista Umair Haque, autor del ensayo Leadership in the age of rage (Liderazgo en la edad de la rabia), afirma que “ahora mismo, el nivel de falta de confianza en nuestros líderes está alcanzando máximos históricos”. Haque afirma incluso, en tono no del todo jocoso, que “la propia palabra líder nos parece ahora sinónimo de cretino, y liderazgo, de patraña o cuento chino”.

 Felipe González en 1977, aplaudido por otro ‘veterano’ como François Miterrand.
Felipe González en 1977, aplaudido por otro ‘veterano’ como François Miterrand.Getty

Para el analista, esto se debe en parte a que “las definiciones tradicionales de liderazgo”, las herederas de esa era de los grandes estadistas modernos que va de Roosevelt a Miterrand pasando por Churchill y Kennedy, “son profundamente defectuosas y se adaptan muy mal a la realidad del mundo en que vivimos ahora mismo”. Haque considera especialmente caduco lo que el influyente pensador George Lakoff definió en su día como “el marco mental del padre autoritario y protector”. “Cualquier político contemporáneo que aplique esa noción tradicional de liderazgo y pretenda parecerse a Churchill”, argumenta Haque, “será, muy posiblemente, un ególatra ávido de poder y carente de escrúpulos, capaz de apuñalar a su abuela por un cargo, y desde luego no muy apto para contribuir a que los ciudadanos vivan bien sus vidas”. Es decir, algo similar al Frank Underwood de la serie House of cards. Un tipo de líder al que ni Haque ni nadie estarían dispuestos a conceder la menor legitimidad.

En el citado ensayo, Haque ha desarrollado una noción de liderazgo basada en una serie de conceptos muy intuitivos. “Los verdaderos líderes son optimistas, piden a la gente que dé lo mejor de sí misma y que desarrolle su potencial, suman y no restan, entienden que su trabajo consiste en potenciar la libertad y hacer que la vida de los ciudadanos valga la pena”, resume antes de concluir que “las personas que intentan elevarnos, hacernos mejores, son las que merecen liderarnos”.

¿Algún político que se haya afianzado en los últimos años pasaría el exigente test de Haque? El analista concede el beneficio de la duda al presidente de la República francesa Emmanuel Macron, que, en su opinión, “parte de una base interesante: reconoce que el viejo orden político ha muerto y que hay que intentar sustituirlo por uno nuevo”.

Emmanuel Macron, ejemplo de joven liderazgo, se despide del griego Alexis Tsipras, que también ostentó el cargo alrededor de 10 minutos.
Emmanuel Macron, ejemplo de joven liderazgo, se despide del griego Alexis Tsipras, que también ostentó el cargo alrededor de 10 minutos. Getty

Vivienne Walt, periodista de Time, le reconoce además al francés la virtud de “la relativa modestia”, cualidad paradójica en un hombre muy consciente de la imagen carismática que quiere proyectar y al que con frecuencia se acusa de narcisista. “Pero Macron”, argumenta Walt, “no pretende venderse como un líder global. Él mismo ha dicho que se siente parte de una nueva generación que quiere traer un nuevo estilo de liderazgo, basado en la autoridad moral, el consenso y el diálogo”. Sin embargo, no parece que sus compatriotas estén acogiendo con fervor este nuevo estilo: tras su rotunda victoria de la pasada primavera, Macron ha visto cómo sus índices de aprobación no dejan de bajar.

“Los índices de aprobación son otra medida de la magnitud de la crisis de legitimidad”, opina Jennifer Agiesta, periodista de la CNN. Agiesta destaca que, aunque Barack Obama cerró su mandato con un índice considerablemente alto (60 %, el mayor en su caso desde 2009), la media de sus dos legislaturas se situó en un bastante menos que óptimo 47 %. Es decir, inferior al de un presidente al que hoy recordamos como uno de los más impopulares del siglo XX, Richard Nixon.

“El dato es muy llamativo”, explica Agiesta, “pero la extrapolación es difícil, porque los setenta fueron una época de relativo conformismo democrático. Yo no diría que Nixon fuese más popular que Obama, sino más bien que la América de Nixon confiaba mucho más en sus líderes, era más dócil y menos crítica que la de Obama”. Pero incluso el excelente dato de aprobación con que Obama abandonó la Casa Blanca resulta relativo, ya que no deja de ser sensiblemente peor que los de Bill Clinton o Ronald Reagan y se debe, en parte, “a que el contraste con Trump hizo que muchos estadounidenses cobrasen conciencia de que, después de todo, Obama era un buen líder solo un minuto antes de que dejase de liderarles”.

Las esperanzas de los que confían en que emerja y se consolide ese nuevo tipo de liderazgo “para la era de la rabia” de que habla Umair Haque pasan en cierta medida por el nuevo eje franco-canadiense. El que representan dos políticos de nueva hornada, jóvenes y de imagen impecable, que además se llevan estupendamente: Macron y el primer ministro canadiense Justin Trudeau.

El británico Ed Miliband, prometedor líder laborista, que no pasó de eso.
El británico Ed Miliband, prometedor líder laborista, que no pasó de eso.Getty

Los dos podrían acceder a la escurridiza condición de “estadista” si resisten a la erosión y acaban desarrollando carreras políticas exitosas y de muy largo recorrido. El principal obstáculo, según Vivienne Walt, “es la sobreexposición mediática y el permanente escrutinio, a veces frívolo y muy rara vez respetuoso, al que se les somete en medios como las redes sociales”.

Walt intuye que los liderazgos modernos caducan más deprisa porque vivimos en una sociedad de lo efímero, en la que los ciudadanos reciben las novedades (nuevas caras, nuevos programas, nuevos discursos) con escepticismo y, aunque las apoyen, se hartan de ellas a una velocidad hasta hace poco inédita. Churchill pudo cocer a fuego lento una carrera política en la que abundaron los errores hasta que llegó su momento y supo aprovecharlo, de ahí que hoy lo recordemos como lo recordamos. Los políticos modernos, condenados al vértigo continuo de sociedades cada vez más impacientes y volátiles, muy rara vez disponen de tanto tiempo ni reciben tantas oportunidades.

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