Oriol medita
Ahora me arrepiento de haberle impuesto la declaración de la república
Me robó once mil votos y dos diputados el hombre de Bruselas. Once mil cuchilladas en mi cuerpo en aquella oscura noche del 21 de diciembre, y los dos ojos de mi cara arrancados con dos palos rusientes. Once mil hermanos y hermanas se fueron con él. Con él, que se marchó, que los dejó tirados, que eligió el exilio. ¿El exilio? Yo me quedé. Yo no veo a mis hijos ni a mi mujer. Yo no doy entrevistas a las televisiones del mundo. No me invitan a cenar políticos europeos. No puedo reunirme con los míos. No vienen a verme los alcaldes. Pensé que eso contaba. Pensé que eso pondría a cada uno en su sitio. Pensé en derrotarlo para siempre. Pensé que mi pueblo sabría decidir quién es el primero y quién el segundo. Aun me acuerdo de cuando lo vi dudar miserablemente la noche del 9 de octubre. Ese no era el hombre que necesitaba nuestro pueblo.
Ahora me arrepiento de haberle impuesto la declaración de la república: no supo gritarla, no supo proclamarla con fe, fuego y furia. Y eso el pueblo de Cataluña tenía que haberlo visto. Tenía que haberlo sentido en su corazón. Y yo lo que tenía que haber hecho es grabarlo con el móvil la noche del 9 de octubre, haber grabado sus palabras miedosas y sus gestos de cobarde. Sólo en la cárcel la república catalana existe. Eso yo lo vi claro: el sacrificio es la república. Sin embargo, mi pueblo ha desdeñado mi privación y ha elegido unas vacaciones cosmopolitas en el centro de Europa. No puedo entenderlo.
Por las noches, antes del 21-D, me dormía con el corazón alegre, porque sabía que ahora sí, que ahora el segundo sería el primero, y se desvanecería la figura triste de ese impostor. Porque yo sé que es un impostor, y no lo puedo decir. Eso es lo más duro, tener que callar. Me duelen más esos once mil votos que el millón que se llevó Inés Arrimadas. Porque, al fin y al cabo, ese millón de votos son votos que proceden del colonialismo. Y contra el colonialismo sé cómo luchar. Contra los extranjeros y sus periódicos y sus televisiones y sus escritores vendidos al oro de Madrid como ese Félix de Azúa y sus filósofos monárquicos como ese Fernando Savater, sé cómo luchar. Pero contra él, no puedo.
He de reconocer que en los momentos peores el pueblo de Cataluña se me aparece con el rostro del exiliado en Bruselas. Porque la derecha existe y triunfa. Jamás podría decirle eso a Domènech, y menos a Iceta. Jamás. Tengo que estar con él, atado a él para siempre. Todo Mesías tiene un Judas Triunfante. Pero he de callar y seguir en mi segundo plano hasta el día de la verdad absoluta, que llegará, hasta el día en que el pueblo de Cataluña contemple el tamaño de mi sacrificio frente al traidor. Porque la cárcel, al menos hasta el día de hoy, es el lugar verdadero de la república.
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