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Tribuna
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Consideración de Cataluña

España solo puede vivirse a partir de la presencia en su seno de Cataluña. Sin ella pasaríamos a ser otra cosa, seguramente mucho peor. Los seísmos causados por el independentismo catalán han roto protocolos de convivencia que costará restablecer

José María Lassalle
NICOLÁS AZNAREZ

Querer la perfección de Cataluña, su plenitud y la fidelidad a su destino, es el mejor proyecto para un principado que, como recuerda Sir John Elliott, se veía a sí mismo en el siglo XIV como una comunidad política con “un fuerte sentimiento nacional”. Quizá por eso Cataluña se ha vivido como complementaria y necesaria para que el conjunto de España pudiera ser, también, perfecto, pleno y fiel a su propio destino. De hecho, Cataluña no podría ser sin España y ésta no podría serlo sin aquélla. No es de extrañar que Julián Marías afirmase hace medio siglo que: “El español a quien le importe Cataluña quiere su perfección, quiere su plenitud, quiere que sea fiel a su destino, y que lo tenga henchido y lleno de futuro. Y, además, está dispuesto a todo menos a una cosa: a renunciar a ella, a despedirse con indiferencia de lo que siente como su propia carne, fundida en un milenio de altas empresas y crueles fracasos, de amistad y desvío, de ternura e injusticia, de admiración y rivalidad, de amor y dolor”.

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No encuentro mejor descripción de la actitud que merece Cataluña en estos momentos. Especialmente tras el resultado de las elecciones autonómicas del 21-D y que es el desenlace del último episodio de fracaso colectivo provocado por la ofuscación del nacionalismo catalán que mutó peligrosamente en populismo independentista. Si aceptáremos la consideración de Cataluña que propone Marías, inauguraríamos una política distinta a la seguida hasta ahora. Primero, rectificaríamos los errores del momento secesionista que hemos vivido mediante aciertos basados en la magnanimidad, el respeto y la admiración hacia un territorio que, como reconoce el filósofo madrileño, tiene una “extremada personalidad” y una “enérgica conciencia” de sí mismo. Y segundo, desde esa actitud encontraríamos también el cauce para desactivar la problematicidad recurrente que acompaña desde la tensión y el conflicto la presencia histórica de Cataluña dentro de España.

Al nacionalismo no se le combate con otro mayor. Se le desactiva sumando las diferencias

Quienes piensen que la crisis catalana va a resolverse con el desenlace electoral del 21 de diciembre y la aplicación del artículo 155 de la Constitución se equivocan. Lo peor habría pasado si un eventual triunfo de los partidos constitucionalistas abriera un escenario distinto en las relaciones de poder que han fundado el marco convivencial de Cataluña desde la Transición. La crisis secesionista se habría saldado con la victoria del Estado más antiguo y perfecto, en términos renacentistas, de Europa: el Estado español, antes conocido como la Monarquía hispánica. Un legado institucional y jurídico que debemos al genio de Fernando el Católico y que vuelve a hacerle merecedor de que Maquiavelo pensara en él para escribir El Príncipe. La civilización estatal española se habría impuesto, en ese caso, a la cultura nacional catalana, por parafrasear provocativamente la dicotomía de Mann, y la ley como logos racional ha doblado el pulso al sentimiento como experiencia irracional. Algo que evidencia nuestras saludables imperfecciones nacionales pero que refuerza nuestra encomiable perfección estatal. De hecho, nuestra temprana estatalidad surgió del contraste íntimo que provocaba la singularidad catalana dentro de una monarquía unificada que tenía que desarrollar una institucionalidad compleja y legal que balanceaba intereses dispersos entre el Atlántico y el Mediterráneo, norte de África y el centro de Europa, y sin más vector de identidad común que el que Menéndez Pelayo vislumbró de la mano del discutido y discutible catolicismo.

Por eso, España solo puede vivirse a partir de la presencia en su seno de Cataluña. Sin ella pasaríamos a ser otra cosa, seguramente mucho peor. Primero, porque la amputación rompería nuestra completitud peninsular de forma irreparable, pues, nos dejaría un muñón emocional más grave de gestionar que el que produjo la pérdida de América con las independencias. Y segundo, porque nos precipitaría en una simplificación repetitiva de nosotros mismos que debilitaría gravemente nuestra identidad nacional al perder la entraña de alteridad que está en el origen de nuestra mismidad como nación.

Con todo, los seísmos provocados por el independentismo catalán han roto protocolos de convivencia que costará restablecer y para los que la interpretación mayestática que hacen algunos del artículo 155 como una deidad recentralizadora, no ayuda. Basta volver a Marías para entender que “no hay nada más antiespañol que el intento de reducir la personalidad de Cataluña”, circunstancia que hay que relacionar con el hecho de que si se “siente a veces menos española, es —no se olvide— porque se siente menos catalana”. Y es que el artículo 155 no puede ser visto como un bien absoluto con el que enterrar los nacionalismos periféricos bajo el peso de un nacionalismo español. Hablamos de un instrumento coactivo de lealtad constitucional, no un vector de renacionalización española del Estado, pues, al nacionalismo no se le combate con otro mayor. Se le desactiva desde la fortaleza de sumar constitucionalmente las diferencias. Pero no asfixiándolas sino respetándolas desde su racionalización. Porque es desde ellas donde radica la unidad integradora que desactiva la desagregación mediante el patriotismo. Un patriotismo que hace posible la fraternidad de las diferencias y que evita la homogeneidad frustrante de la unicidad a machamartillo.

No ayuda a interpretación mayestática que se hace del artículo 155 como deidad recentralizadora

La aproximación a lo que suceda en el futuro de Cataluña requiere dosis de sensatez integradora y de comprensión de la diferencia catalana como una oportunidad enriquecedora para todos. Ni Cataluña es homogénea ni España como conjunto tampoco. Lo recordaba Madariaga: somos “una Europa en miniatura, es decir, una fuerte unidad de variedades fuertes”. Y es que la idea de nación legalmente homogénea de la Revolución francesa y la de su antípoda sentimental esgrimida por el Romanticismo alemán deberían ser igualmente revisitadas. Ambas han perdido sentido dentro de una coyuntura postmoderna que erosiona las identidades ontológicas para invocar otras basadas en el “estar” y la “convivencia”.

Quizá por eso concluía Julián Marías en 1966 que: “los catalanes no se sienten españoles de la variedad catalana, sino primaria y directamente catalanes, pero esto no quiere decir que sean menos españoles, sino de otra manera: no pueden llegar a España sino a través de Cataluña; una España en que Cataluña falte o esté olvidada o disminuida no le parece suya. No les basta con que Cataluña obtenga beneficios del resto de España, ni con que lo necesite; cuando algunos se duelen del descontento habitual de Cataluña y señalan la multitud de ventajas o situaciones de privilegio, olvidan que el catalán las da por nulas si no van acompañadas de un reconocimiento de lo catalán, y precisamente en lo que tiene de irreductible”.

José María Lassalle es secretario de Estado para la Sociedad de la Información y la Agenda Digital de España.

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