Déjeme ver
A veces, abandonas el probador con la realidad puesta y el vendedor te dice que ajustando un poco los hombros y acortando las mangas podría quedarte como un guante.
Ahora mismo hay miles o millones de personas en otros tantos probadores de grandes almacenes intentando encajar su cuerpo en unas prendas que seguramente no les quedan bien. Se contemplan en el espejo, tiran de aquí y de allá a ver si la cosa tiene arreglo mientras el traje viejo cuelga de una percha de la pared como una mortaja. Millones de personas encerradas en esa especie de ascensor inmóvil llamado probador se desabrochan la blusa o la camisa aquí o en Londres o en París, también en Nueva York o en Tokio, se desabrochan la camisa o la blusa, decíamos, con la expresión cansada del que, más que un trapo, parece que se prueba la realidad. La realidad, excepto para el que puede permitirse el lujo de hacérsela a medida, cae mal, muy mal. Hay millones de personas en todo el mundo quitándosela y poniéndosela desconsoladamente, al borde de las lágrimas.
A veces, abandonas el probador con la realidad puesta y el vendedor te dice que ajustando un poco los hombros y acortando las mangas podría quedarte como un guante. Al final, por no volver a vestirte y desnudarte, pues ya estás agotado, te la llevas contra una tarjeta de crédito famélica y brotas desde los grandes almacenes a la noche porque los días, con el cambio de horario, no duran nada, nada. Te vienen cortos los días, como las mangas de la realidad, como la sisa del vestido. Hay gente que se hace los días a medida, pero tampoco es lo común porque salen muy caros. Juntando siete días de usar y tirar sale una semana barata durante la que los niños han pasado la gripe. El martes ingresaron a mamá en un pasillo del hospital porque no había habitaciones libres. Los pantalones me están bien, pero el mundo me hace un poco de daño aquí. Déjeme ver, dice el vendedor.
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